LA CIUDAD ANTE LA IRRESPONSABILIDAD POLÍTICA
Darío Ruiz Gómez
Al ir despertando de la
larga noche de lo que supuso y seguirán suponiendo las secuelas de la pandemia
del Coronavirus vamos detectando en primer lugar lo que al pensar en las
ciudades nunca se había tenido en cuenta: el estado mental de cada uno de sus
habitantes, niños, gente madura, ancianos ante el hecho de lo que implica la enfermedad como castigo
mediante la cual comprobamos que lo que
retóricamente llamábamos tejido social no es sólo la existencia de calles, de físicos
espacios para una determinada movilidad sino que el tejido social se refiere a
esos lazos de afectos, a la presencia necesaria de la amistad, y que la
seguridad no es un problema de mayor vigilancia policíaca sino de confianza
hacia los otros, hacia quien se cruza con nosotros en la calle. El aislamiento
ha puesto de presente la crisis en las relaciones personales demostrando que
decir ciudadanos(as) no es una abstracción teórica sino la contundente
constatación de que los desvalidos que duermen a la intemperie, los niños que
miran la ciudad desde las cárceles establecidas por la delincuencia para
delimitar a capricho “sus territorios” son seres humanos ya que se suicidan,
que caen en la locura, en su negativa a
caer en la evasión que supondrían el
alcohol, la droga, mediante las cuales desaparece la última capacidad de resistencia
personal y se cae en manos de los nuevos
traficantes de esclavos. Ya lo sabemos: la escandalosa ola de suicidios de niños y de adolescentes y la deserción estudiantil no solo obedecen a la falta de maestros(as), a las pésimas
condiciones en que se encuentran escuelas
y colegios, a la desgraciada frecuencia de la corrupción en lo referente a la alimentación sino a que cada uno de los seres
llamados humanos ha podido medir la dimensión extravagante de su soledad. Lo
que se denomina el miedo no lo es ante los agresores capaces de matar un niño
porque se quedó dormido en un bus y
cruzó unas barreras invisibles
sino por ese vacío existencial donde la
muerte carece del lenitivo de la compasión, de la respuesta de lo sagrado. Lo
exterior no es la invitación al intercambio social sino la presencia de aquello que nos repele.
De este modo tenemos que
pensar en las racionalidades que debe marcar el transporte como una lógica
utilización del tiempo pues un colapso en la movilidad vial – y esta ciudad es
un solo colapso- supone un desastre en
la vida de un ser humano. Medellín o lo que quedaba de aquella ciudad en la
memoria de las gentes ya no existe porque las ciudadanas (os) que sufren
la afrenta de un colapso vial:
nervios crispados, la imposibilidad de cumplir
una cita, el desasosiego no cuentan con el alivio del reposo. Y es este un calculado proyecto de desgobierno que como en el caso de Medellín nace de algo
inaudito en la historia de las ciudades: el intento de destrucción de la ciudad
a manos de un Alcalde y sus compinches
que repudiados por la comunidad están
tratando de arrasarla física e institucionalmente bajo la mirada indiferente de la Justicia encargada
de velar supuestamente por la salud mental y física de la ciudadanía, por su felicidad. “Sin
una ciudadanía siempre alerta ante los posibles desmanes de sus representantes –
señala Agapito Maestre- no tienen sentido ninguna de las instituciones
gubernamentales”. Aquí entonces lo que sobra es ese peso muerto de la política
de los políticos corruptos y lo que se espera es una alcaldía nacida de esta
condena contra los falsos representantes de las comunidades.
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