DESANDANDO LOS PASOS
Sara Lucia González Castellanos
La silueta se dibuja en mi campo visual, ella se acerca y me dice mirándome fijamente a los ojos:
―¿Podría regalarme fuego?, hace mucho calor y me antoja un cigarrillo.
¡Ja, Ja! Ni siquiera pide el
favor. Se ve que tiene dinero, el vestido, los zapatos, ¡vaya que está elegante
la señorita!, la miro a los ojos mientras saco los cerillos del bolsillo de mi
chaqueta, ¡pero si es ella!, Adelaida, la niña de mis sueños. Yo no puedo disimular
mi nerviosismo, mi mano tiembla, la cerilla está algo húmeda y casi no enciende,
la llama es débil, rápido la acerco al cigarrillo y con la otra mano la protejo del viento. Ella
está muy cerca, puedo oler su perfume ¡hummm! Como huele de rico, a flores
recién cortadas, parece que no me reconoce, ¿cómo es posible? ¿Adelaida como no
me conoce?, soy yo, Pablo, su Pablo ¿no se acuerda? Cuando éramos niños jugábamos a la orilla de
la quebrada, recuerdo que siempre la encontraba lavando ropa, yo llegaba sucio
después de sembrar el campo. Me daba un beso y nos bañábamos, chapuceábamos en
el agua buscando pececitos de colores o la piedra más rara. Ella al poco tiempo
se marchó, sus padres se la llevaron a la ciudad y nunca más volví a saber nada
de ella, ¿cuánto hace de eso? Yo ya no se…
Me mira, masculla un “gracias señor” y enseguida se va.
―¡Espere señorita, espere!, le
grito y corro tras ella.
Un poco asustada se detiene y me
dice:
―¿Sí?, El viento sacude su falda, con una mano trata de mantenerla en su
sitio y con la otra sostiene el
cigarrillo, se ve casi ridícula.
―Perdón señorita, no quiero parecer atrevido, le digo, y suavizo la voz
hasta convertirla casi en un susurro:
―Es que me parece conocerla, ¿cuál es su nombre?
―Adelaida de los Santos Apóstoles, sus dos manos están ahora sobre su
falda que danza caprichosa al son del viento.
―y usted, ¿cómo se llama?
―Pablo, mejor dicho, Pablo Augusto Rosas Campos, le respondo.
―¿Pablo Augusto Rosas Campos? Su
pregunta estalla en mi rostro, en cosa de segundos dibujo su cara en mi mente, sus
ojos son iguales a los de mí Adelaida, tan negros y tan grandes, son como los
ojos del agua vistos desde el cielo.
―Si el mismo, Respondo sin alegría.
―No puede ser señor, Me mira incrédula y sus manos se entrelazan
bruscamente, mueve su cabeza de lado a lado y prosigue: ―No, no, no, usted no
puede ser quien dice ser, o mejor dicho si puede ser, pero usted debe ser otro,
espere aclaro mis ideas, espere…usted tiene el mismo nombre y apellidos que tenía
un amigo mío…, Luego se queda pensativa. La siento lejana, como cuando alguien
se pierde en sus recuerdos.
―¿Que tenía un amigo suyo?, Repito como un tonto.
―Si, dijo ella, desviando la mirada, de uno de sus ojos escapa una lágrima
que rápidamente la disipa el aleteo de sus pestañas.
― ¿y qué le pasó a ese Pablo?, preguntó
inquieto.
―murió siendo aún un niño, dijo y saca otro cigarrillo de su bolso,
mecánicamente saco otra cerilla y lo enciendo, fuma aspirando fuertemente, como
si le faltara algo.
Esto si es una coincidencia, ella se llama Adelaida de los Santos apóstoles
igual que mi amiga de infancia y yo me llamo Pablo Augusto Rosas, igual que su
amigo muerto.
―qué pena, susurró.
―sin temor a ser entrometido ¿le gustaría hablar de su amigo?, le digo
muy serio, ―Sabe, aquí todos dicen que sé escuchar.
Ella me mira y se encoge de hombros, ―bueno, usted parece un buen tipo.
―Entonces acompáñeme voy al cementerio y vamos hablando mientras tanto,
me dice. El humo del cigarrillo se disuelve en la brisa matutina.
Es casi medio día y la gente duerme la siesta, así que las calles están
muy solas, a ella no le importa caminar bajo este ardiente sol y en verdad a mí
tampoco, aquí no pasa nada y hablar con Adelaida me reconforta.
Ella rompe el silencio: ―Pablo Augusto era un niño cuando murió, se ahogó
en el río, en un paseo de olla, ¿usted debe saber que es un paseo de olla?, ¿verdad?,
ese en que se lleva la gallina viva, luego se mata y se prepara el sancocho en la
orilla del río. Dijeron que se enredó en un remolino escondido en las aguas
aparentemente mansas, lo cierto es que su cuerpo nunca apareció.
Adelaida continua la historia, después de sacar otro cigarrillo y
alisarse un poco el cabello desordenado por la brisa: ―También dijeron que los
peces del rió se lo comieron; sus padres buscaron su cuerpo o sus huesos y como
nunca apareció entonces abrigaron la esperanza de que estuviera vivo, esperaron
como diez años, al cabo de los cuales hicieron un entierro simbólico y colocaron
una lápida en el cementerio, los viejos murieron de pena poco después.
Ella cuenta la historia y yo siento el dolor que su corazón siente,
quizás por su forma de contar, por su mirada triste, no sé, creo que en ese
instante ella y yo éramos uno solo, sintiendo un mismo dolor.
―Sabe, Pablo Augusto, perder a mi Pablo cerró el capítulo de mi
infancia, primero la partida y después la muerte. Yo ya no vivía en el pueblo
cuando eso sucedió, nos marchamos buscando mejor vida en la ciudad, nos
enteramos al poco tiempo de lo sucedido y desde entonces fantaseo con que me lo
voy a encontrar en alguna parte.
Ella doblo a la derecha, por la calle que conduce al cementerio y yo la
seguí.
Al oír esto mi corazón empezó a latir con tal fuerza como si quisiera
salir corriendo, ella, al igual que mi amiga de infancia, se había marchado de un pueblo cuando niña.
―¿Cómo así Adelaida, no entiendo?, ¿Usted vivía en un pueblo y se marchó
siendo aún una niña?, le pregunto, mientras seco el sudor de mi frente con la palma de la mano.
―Si, y no era un pueblo, era este pueblo, yo nací y viví aquí hasta los
diez años luego mi padre nos llevó muy lejos, de esto hace 20 años. Ahora estoy
de regreso, vengo a enseñar en el colegio de la presentación, soy maestra de
básica primaria.
Quede mudo y petrificado, no sabía que pensar, el pueblo no era tan chico,
pero si hubiera otra Adelaida y otro Pablo Augusto muy seguramente los habría
conocido, ella debe tener unos 30 años, al igual que mi Adelaida.
―¿Cuantos años tendría su amigo
ahora?,
―32 o 33, dijo ella.
―Justo mi edad, yo voy a cumplir 33 en dos meses, no puede ser posible, tantas
coincidencias juntas…
La calle termina en la puerta del cementerio, yo estoy tan absorto en
mis pensamientos que no me doy ni cuenta de que abre la mohosa puerta dispuesta
a entrar.
―¿Me acompaña?, dice y entra, ―cuando murió Pablo juré que si volvía al
pueblo lo primero que haría seria visitar su tumba.
Entramos, el cementerio es pequeño, yo hace mucho tiempo no vengo, desde
la muerte de mi abuela. Las tumbas están bien cuidadas, las losas de mármol de
los mausoleos reflejan los rayos de sol creando sobre ellos un destello
sobrenatural, los pájaros cantan a los muertos y retozan en los árboles
cercanos.
Ella empezó a buscar la tumba.
―¿Tu Pablo donde vivía?, La pregunta se me atora en la garganta y presiento la respuesta.
―Ambos vivíamos en la calle cuarta, Responde sin mirarme, sus ojos
recorren las lápidas, ― A la vuelta de la iglesia, junto a una panadería que era
de una señora llamada Flor. La casa de Pablo era de un piso, tenía teja de
barro y paredes blancas con ventanas
cafés, él vivía con sus padres Teresa y Santiago, era hijo único. Mi casa estaba
al lado, era de dos pisos, con un balcón y puertas azules de madera.
―Usted las debió conocer, preguntó ansiosa, ―¿Aún siguen en pie?
Me quedo callado, No puedo controlar el latido, mi corazón parece un
potro desbocado, ella esta describiendo la casa en que yo vivo, la casa de mis
padres, esa es mi casa, entonces ese Pablo soy yo.
¡No es posible!, sacudo la cabeza de un lado a otro, ¡no es posible, yo
no estoy muerto!, quien pudo inventar tal mentira, yo estoy aquí vivo,
respirando, huelo la madreselva que crece entre las lápidas, escucho el canto
de los mirlos, miro a Adelaida buscar la tumba de su amigo; mi corazón no cesa
de correr, el sudor moja mi alma y mis manos tiemblan, no es posible, Dios mío quien se inventó mi muerte, maldita
sea ¿por qué? ¿Por qué me condenan al olvido de esa manera? ¿Estoy loco? ¿Acaso
estoy soñando que estoy vivo cuando en realidad estoy muerto?
―Mire Pablo, me dice Adelaida, ―venga, aquí está
la tumba de mi amigo.
En efecto, aquí en el cementerio en medio de las tumbas está la lápida y
en ella mi nombre escrito en letras doradas:
PABLO AUGUSTO ROSAS CAMPOS
Septiembre 23 de 1968 ― Octubre 31 de 1978.
El epitafio dice:
“sus padres Teresa y Santiago nunca dejaron de llorar
su ausencia”
Pablo se estremece en repetidas convulsiones, después se desgonza
rendido y poco a poco recobra la conciencia,
el sudor baña su cuerpo, se incorpora de la hamaca donde duerme la siesta, ¡el
sueño, otra vez el maldito sueño!, Exclama con voz ronca, ¿hasta cuándo,
maldita sea?, Reclama con rabia a las indiferentes paredes de la habitación y
sale al solar, se enjuaga la cara con un
poco de agua fría, el sol se estaciona en la mitad del cielo y la brisa sacude
el polvo a los viejos yopos que se resignan a su suerte, el calor es infernal, aun así se coloca la camisa, sale de la casa y toma el camino que lleva a la plaza, a lo
lejos divisa una silueta que se aproxima, el observa cómo se hace cada vez más grande hasta que abarca su campo visual, es una mujer que se acerca tan rápido que no da tiempo para pensar, ya muy cerca le dice mirándolo fijamente a los
ojos: ―¿podría regalarme fuego?, hace mucho calor y me antoja un cigarrillo.
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