martes, 28 de diciembre de 2021

APESTA EL FUTBOL COLOMBIANO / Jairo Osorio Gómez

 



APESTA EL FUTBOL COLOMBIANO / 

Jairo Osorio Gómez

El fútbol colombiano apesta. Hiede. Acuchilla. “Algo huele mal en Dinamarca”, diría otra vez Shakespeare si estuviera por aquí.

Se dispone el ciudadano a ver un partido, para desestresarse, y termina por enfermarse viendo las anomalías que ocurren reiterada y provocadoramente en el trámite del juego.

Extraño que un equipo necesite cinco goles para clasificar, y que tres competidores pierdan, y suceda. Que cada que se precisa una carambola ocurra un penalti. Lo triste es que nuestros niños crean que esas cosas ocurren por la mano de dios. Su pureza en riesgo. ¿Cómo explicarles que es el producto de un robo concertado?

En la época de gobierno de los Rodríguez Orejuela religiosamente cada domingo había un penalti a favor del club América, y siempre en el último minuto. Sus émulos de Medellín hacían lo propio, pero a punta de pistola. Hasta un árbitro murió por no dejarse comprar.

Ahora son los apostadores quienes los reemplazaron con la ayuda del VAR y los lavaperros que manejan el fútbol, empezado por el referí de campo. Ejercen la truculencia sin remordimiento. Dictan fallos en contrario a lo que todo un pueblo está viendo por la pantalla: no es penalti, pero ellos dicen que sí. Y con arbitrariedad (dizque para responder con honor al nombre de su profesión) ejercen el poder de cambiar un resultado a su amaño. Al amaño de sus patrones: la mafia de las apuestas y los caravaneros del desierto.

Todo esto no es raro si sabemos que ya un presidente de la Federación Colombiana del deporte fue juzgado y puesto preso en Estados Unidos por recibir sobornos, revender boletas y cultivar el arte del espanto, en el famoso “fifa-gate” que enlodó a Suramérica entera.

Una herramienta creada para ayudar a la transparencia del juego se convierte en burla. El VAR y su claque embaucan al espectador. Interpretan lo dictado de antemano por las exigencias de quienes pagan. Los pobres seres vestidos de negro, también tienen apetencias de nuevos ricos.

Ahora los jueces tampoco saben sumar: una amarilla más una amarilla da roja. Eso no lo supo el avispado que pitó el partido Tolima-América en el cuadrangular final (en 2021), distraído como estaba con la gratificación soñada. Dejó jugar a quien debió ir a la banca, con lo que, de paso, arregló los resultados de ese y del siguiente partido. Los cerriles del VAR tampoco vieron, hicieron mutis. Los que arbitran archivaron la entereza de la autoridad que representan en la sociedad. Trampean con descaro. Cínicos e insolentes. El árbitro (“cualidad de imparcial”) traiciona el origen de la palabra para no ser ajeno a la rareza de un sol de noche.

Las salas de junta de la Federación y las Dimayor deben expeler al tufo de las guaridas de ratas. Con sus pintas de traquetos y su lenguaje de tenderos, disponen cada semana de las emociones de millones de cándidos que se creen lo que ven. Estos ni siquiera sospechan, no son capaces de imaginar la urdimbre que tejen los sediciosos de la martingala criminal.

La coima es habitual. Nadie del entorno de la trampa se queda sin su migaja. Los periodistas, los locutores y los comentarios no dicen nada. ¿Cómo? Si cohonestan con la farsa por tradición. Inmediatas a sus palabras, ellos mismos promocionan la adicción a las apuestas, invitan al espectador ingenuo o desvalido a hacerle el vínculo con sus patrocinadores. Porque no se pueden suicidar. Ni sus majaderías los ruborizan. Corrompidos como son, viven como si nada sucediera.

El mal es general. Las interpretaciones amañadas del asistente de video, o videoarbitraje (un sistema de asistencia arbitral cuyo objetivo es evitar flagrantes errores humanos), igual sacuden a otras ligas del mundo. La peste es globalizada. Los tahúres gobiernan el mundo. Matrimonio perfecto para el timo: árbitros y embaucadores. Apadrinados por las cadenas de televisión y sus áulicos.

Qué dolor. Cuando niño nos partíamos el alma por el recreo de la pelota. Era la inocencia todavía, el divertimento, el retozo con los amiguitos del barrio y el amor por el equipo del pueblo. Algo nos representaba entonces esos colores de la camiseta de los once que cada domingo jugaban sin las artimañas de los faramalleros de ahora, tramposos, ladinos, como las directivas que los contratan, que los esclavizan.

El fútbol auténtico se fue. Hoy lo que vemos es una comparsa de abarroteros, montada cada tres días para estafar incautos, enfermos de adicción, con la ayuda del cortejo de influenciadores que dicen y muestran sin pudor son sandeces y vacuidades. Ahí tienen a James con sus retraticos insulsos y vanidosos.

Wilmar Roldán fuera una garantía para cualquier partido si, a donde se llegó, no se hubieran arrimado los otros con los amaños sucesivos. Le entregan a Roldán un tamal arreglado con el que ya no hay nada que hacer. El hombrecito simula la conclusión feliz de un PlayStation 4 para avalar el guiñol de los carteristas. Si Wilmar Roldán se corrompiera, con el VAR a la mano, esa tarde se acabaría el fútbol como juego recreativo, de familia.

La pregunta: si estas cosas ocurren en un simple deporte de distracción, qué cosas no sucederán en las elecciones políticas de un país. Con razón hay tanto muerto en las calles.

Qué asco. Después de ver un encuentro de fútbol provoca tramitar la eutanasia. Ya no queda nada inocente por ver. Todo está corrompido por las pandillas, gobernado por los brutos. El fútbol en manos de filibusteros y lavadores de dólares produce arcadas.

APESTA 

San Ángel, diciembre 2021

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