Un nuevo escu(do)ltura para
Medellín
Luis Fernando González
Escobar
Hace 135 años se entronizó
la primera escultura urbana en Medellín. Una obra del escultor italiano
Giovanni Anderlini en homenaje al patricio Pedro Justo Berrío, cuando la plaza
mayor se convirtió en parque de Berrío el 29 de junio de 1895. Pero la primera
obra realizada por un artista local en el espacio público se le debe a
Francisco Antonio Cano. No fue, como muchos piensan, el busto al patriota
Atanasio Girardot que, levantado sobre un pedestal diseñado por el arquitecto
Enrique Olarte, se inauguró en la plazuela de la Veracruz en junio de 1911. Fue
celebrado como el “primer monumento conmemorativo destinado a un lugar público
elaborado por un artista nacional y fundido en un taller local”; en realidad
fue otra obra de Cano, un bronce fundido que se elaboró como fuente para el
atrio de la iglesia de San José, inaugurado en 1909, esto es, 111 años atrás.
Emilio Jaramillo fue de los
pocos que escribió con entusiasmo de aquella obra pionera de Cano, pero
doliéndose del silencio de la prensa. Con encomió mostró las virtudes
compositivas y el desempeño de los detalles de la obra, desde el tazón de
recepción del agua hasta el remate con flores y el ánfora rota para verter el
agua, pasando por la escultura del niño; pero, de idéntica manera, daba cuenta
de la indiferencia con que fue recibida, atribuyéndola a la incapacidad del
medio para comprenderla, aunque una obra de verdadero mérito solo sería
apreciada por las generaciones venideras, apoyándose en aquella idea del
artista como adelantado de los tiempos. Pero, también, especulaba con otra
idea, siguiendo a pensadores franceses, que, “un artista de genio verdadero es
un conductor de Progreso”. Por el silencio, la incomprensión y la falta de
entendimiento pedía y reclamaba educación estética para la muchedumbre.
Sé que hoy, 14 de diciembre
de 2020, son otros tiempos. Sería un anacronismo reiterar los planteamientos
estéticos de Emilio Jaramillo, a partir de sus referentes franceses e ingleses.
Ya el artista, por ejemplo, no es un conductor de “progreso”. Es un artista y
punto. Incluso ni siquiera sabemos qué es un artista o quién lo es; ya desde
1987 Joseph Beuys diluyó las fronteras cuando apuntaba que “todo ser humano es
un artista”. Los conceptos estéticos han variado de tal manera que mucho va de
la escultura como parte del monumento conmemorativo, exaltando la figura
idealizada de un individuo como ejemplo sobresaliente e ideal moral, social o
político como en la obra inaugural de Anderlini, a la que ahora se inaugura
como un trabajo liderado por Víctor Muñoz que, en los cánones estéticos
contemporáneos, es una intervención pública más que una escultura.
Es una obra de arte urbano que,
contrario a su homóloga decimonónica, no es para exaltar una figura pública, la
que se contempla, venera y mira a la distancia, sino que se emplaza, se
convierte desde ya en referente urbano y simbólico, y en el cual el viandante
se involucra, la recorre, permea y la interroga, ¿esas columnas metálicas con
esa corona que podrán ser? No le está dada una figura antropomorfa que puede
parecer o no al homenajeado, pues será más importante el ideal que establece,
sino que se le entrega un rompecabezas aéreo que el espectador deber armar para
compenetrarse con ella. Tal vez en esto todavía tenga razón aquel viejo esteta
Emilio Jaramillo, pues puede que no se aprecie y valore de inmediato la obra de
Muñoz y deba existir cierta educación estética, aparte de que será recibida por
el silencio de los medios, tan ajenos a estos aconteceres ayer como hoy, pero
si con el ruido de las redes sociales, aunque con la superficialidad de los
likes -los me gusta- que ahora son las palmaditas en el hombro, sin compromiso
profundo en la verbalización o el juicio escrito.
Ahora bien, hablamos de una
obra que no tiene una interpretación única que, si bien, por lo mismo, con una
multiplicad de lecturas como usuarios del centro y pasajeros del metro, tiene
un punto de partida: el Escudo de Armas
de la Villa de Nuestra Señora de la Candelaria de Medellín, aquel que le
otorgara el Rey Carlos II el 1 de marzo de 1678:
“escudo campo azul y en él
un torreón de oro y grueso redondo, todo alrededor almenado y sobre él un
escudo de armas que tiene quince escaques, siete azules y ocho de oro, y sobre
su coronel que le toca y en el omenage(sic) de la torre a cada uno de los lados
un torreoncillo, así mismos almenados y en medio de ellos puesta una imagen de
Nuestra Señora, sobre una nube, con su hijo en los brazos con la vocación de la
Anunciación…”.
Un escudo ajedrezado
–cuadrados azules y dorados–, inscrito en un gran torreón, también de formas
rectangulares debido a la figuración del material pétreo o cantería en la que
está construida, con dos torrecillas laterales también en cantería, todas
terminadas en formas almenadas, es decir, en salientes y entrantes que las
coronan. El conjunto monumental bajo la protección religiosa católica mariana
en una advocación a la Virgen de la Candelaria, a la que se acogieron los
pobladores tempranos del valle del Aburrá.
La pequeña Villa colonial
que recibiera el escudo de armas en el siglo XVII, en 344 años creció desde su
epicentro en la plaza fundacional a orillas de la antigua quebrada de Aná,
hacia las colinas y laderas circundantes. Como su escudo, el paisaje urbano
configurado por décadas está definido por una profusión geométrica a partir de
cuadrados y rectángulos, producto de profusión de construcciones en ladrillo,
en un color ocre y un perfil irregular de entrantes y salientes que coronan
circuidos el anfiteatro, como dicen los cronistas y viajeros antiguos, donde se
implanta Medellín. Arquitectura sin arquitectos que desafía la gravedad. Un
proceso acumulativo ascendente, entre grácil y frágil, formal e informal, de
formas atrevidas y trepidantes que se asoman al abismo, en busca del aire y las
nubes, para avistar desde las alturas el maravilloso paisaje del valle. Una
ensoñación poética desde esta construcción antrópica que es arquitectura, urbanismo,
memoria e historia, en una ciudad contemporánea pero que aún sigue aferrada,
desde la religiosidad popular heterodoxa, a una cimiente católica con
diferentes advocaciones marianas, que se multiplicaron a partir de la
Candelaria; de ello da cuenta los numerosos altares, diversos en sus formas,
decoraciones y materialidades, en los distintos barrios, populares o no.
Así, sin ninguna duda, la
forma urbana contemporánea hace honor a su escudo colonial o, mejor, es su
propio escudo reinterpretado a partir de sus múltiples capas históricas.
Reitero: es el punto de
partida. A partir de la propuesta materializada por el artista, el peatón o el
pasajero, mirará ese agrupamiento con indiferencia o, al menos, tratando de
ubicar el nombre de su comuna o corregimiento a lo largo de perímetro, un
principio para referenciar o referenciarse. No le importará el sentido estético
del agrupamiento ni su materialidad. Algunos pasaron por las columnas a manera
de pórticos sólo pensando en la presurosa ruta del destino, pero alguno mirará
hacia el cielo y se sorprenderán al verlo enmarcado con esa corona. Otra corona
muy distinta a lo que significaba hace siglos.
Es un hecho evidente, hace
135 años un escultor italiano elaboraba una obra ha pedido, de un personaje que
no conocía ni del cual tenía la más mínima idea para exaltarlo, ponerlo en el
pedestal y ponerlo como ejemplo social, hoy un artista local se centra en
paisaje urbano que ha vivido, que lo han construido generaciones y han trepado
por las laderas hasta coronar el valle; así, la visión de un artista
contemporáneo reinterpreta el simbolismo de hace tres siglos y medio y
establece un diálogo con la geografía actual y su gramática, con el urbanismo y
su arquitectura, en una percepción que también tiene mucho de afecto e
identidad, como hombre de barrio que conoce como callejero que es esa geografía
urbana con sus toponimias y referencias espaciales.
¡Cómo ha cambiado el arte en
más de un siglo y en sólo tres cuadras de diferencia! Las que hay entre el
parque de Berrío y la estación de San Antonio, entre una escultura y una
intervención urbana, entre Giovanni Anderlini y Víctor Muñoz, de un italiano a
un hombre de Manrique, apegado a las memorias, las calles, los territorios
urbanos y los amigos, pero con un lenguaje interpretativo, material y formal de
estos tiempos de vértigo, desde el cual nos habla y nos deja este importante
mojón de tiempo y espacio.
Luis Fernando González
Escobar
Profesor Asociado Escuela
del Hábitat, Facultad de Arquitectura, Universidad Nacional de Colombia sede
Medellín.
Medellín, 14 de diciembre de
2020
Fotografías de Luis Fernando González Escobar
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