lunes, 29 de marzo de 2021

Un nuevo escu(do)ltura para Medellín Luis Fernando González Escobar

 



 



Un nuevo escu(do)ltura para Medellín

Luis Fernando González Escobar

Hace 135 años se entronizó la primera escultura urbana en Medellín. Una obra del escultor italiano Giovanni Anderlini en homenaje al patricio Pedro Justo Berrío, cuando la plaza mayor se convirtió en parque de Berrío el 29 de junio de 1895. Pero la primera obra realizada por un artista local en el espacio público se le debe a Francisco Antonio Cano. No fue, como muchos piensan, el busto al patriota Atanasio Girardot que, levantado sobre un pedestal diseñado por el arquitecto Enrique Olarte, se inauguró en la plazuela de la Veracruz en junio de 1911. Fue celebrado como el “primer monumento conmemorativo destinado a un lugar público elaborado por un artista nacional y fundido en un taller local”; en realidad fue otra obra de Cano, un bronce fundido que se elaboró como fuente para el atrio de la iglesia de San José, inaugurado en 1909, esto es, 111 años atrás.

Emilio Jaramillo fue de los pocos que escribió con entusiasmo de aquella obra pionera de Cano, pero doliéndose del silencio de la prensa. Con encomió mostró las virtudes compositivas y el desempeño de los detalles de la obra, desde el tazón de recepción del agua hasta el remate con flores y el ánfora rota para verter el agua, pasando por la escultura del niño; pero, de idéntica manera, daba cuenta de la indiferencia con que fue recibida, atribuyéndola a la incapacidad del medio para comprenderla, aunque una obra de verdadero mérito solo sería apreciada por las generaciones venideras, apoyándose en aquella idea del artista como adelantado de los tiempos. Pero, también, especulaba con otra idea, siguiendo a pensadores franceses, que, “un artista de genio verdadero es un conductor de Progreso”. Por el silencio, la incomprensión y la falta de entendimiento pedía y reclamaba educación estética para la muchedumbre.

Sé que hoy, 14 de diciembre de 2020, son otros tiempos. Sería un anacronismo reiterar los planteamientos estéticos de Emilio Jaramillo, a partir de sus referentes franceses e ingleses. Ya el artista, por ejemplo, no es un conductor de “progreso”. Es un artista y punto. Incluso ni siquiera sabemos qué es un artista o quién lo es; ya desde 1987 Joseph Beuys diluyó las fronteras cuando apuntaba que “todo ser humano es un artista”. Los conceptos estéticos han variado de tal manera que mucho va de la escultura como parte del monumento conmemorativo, exaltando la figura idealizada de un individuo como ejemplo sobresaliente e ideal moral, social o político como en la obra inaugural de Anderlini, a la que ahora se inaugura como un trabajo liderado por Víctor Muñoz que, en los cánones estéticos contemporáneos, es una intervención pública más que una escultura.

Es una obra de arte urbano que, contrario a su homóloga decimonónica, no es para exaltar una figura pública, la que se contempla, venera y mira a la distancia, sino que se emplaza, se convierte desde ya en referente urbano y simbólico, y en el cual el viandante se involucra, la recorre, permea y la interroga, ¿esas columnas metálicas con esa corona que podrán ser? No le está dada una figura antropomorfa que puede parecer o no al homenajeado, pues será más importante el ideal que establece, sino que se le entrega un rompecabezas aéreo que el espectador deber armar para compenetrarse con ella. Tal vez en esto todavía tenga razón aquel viejo esteta Emilio Jaramillo, pues puede que no se aprecie y valore de inmediato la obra de Muñoz y deba existir cierta educación estética, aparte de que será recibida por el silencio de los medios, tan ajenos a estos aconteceres ayer como hoy, pero si con el ruido de las redes sociales, aunque con la superficialidad de los likes -los me gusta- que ahora son las palmaditas en el hombro, sin compromiso profundo en la verbalización o el juicio escrito.

Ahora bien, hablamos de una obra que no tiene una interpretación única que, si bien, por lo mismo, con una multiplicad de lecturas como usuarios del centro y pasajeros del metro, tiene un punto de partida: el Escudo de Armas de la Villa de Nuestra Señora de la Candelaria de Medellín, aquel que le otorgara el Rey Carlos II el 1 de marzo de 1678:

“escudo campo azul y en él un torreón de oro y grueso redondo, todo alrededor almenado y sobre él un escudo de armas que tiene quince escaques, siete azules y ocho de oro, y sobre su coronel que le toca y en el omenage(sic) de la torre a cada uno de los lados un torreoncillo, así mismos almenados y en medio de ellos puesta una imagen de Nuestra Señora, sobre una nube, con su hijo en los brazos con la vocación de la Anunciación…”.

Un escudo ajedrezado –cuadrados azules y dorados–, inscrito en un gran torreón, también de formas rectangulares debido a la figuración del material pétreo o cantería en la que está construida, con dos torrecillas laterales también en cantería, todas terminadas en formas almenadas, es decir, en salientes y entrantes que las coronan. El conjunto monumental bajo la protección religiosa católica mariana en una advocación a la Virgen de la Candelaria, a la que se acogieron los pobladores tempranos del valle del Aburrá.

La pequeña Villa colonial que recibiera el escudo de armas en el siglo XVII, en 344 años creció desde su epicentro en la plaza fundacional a orillas de la antigua quebrada de Aná, hacia las colinas y laderas circundantes. Como su escudo, el paisaje urbano configurado por décadas está definido por una profusión geométrica a partir de cuadrados y rectángulos, producto de profusión de construcciones en ladrillo, en un color ocre y un perfil irregular de entrantes y salientes que coronan circuidos el anfiteatro, como dicen los cronistas y viajeros antiguos, donde se implanta Medellín. Arquitectura sin arquitectos que desafía la gravedad. Un proceso acumulativo ascendente, entre grácil y frágil, formal e informal, de formas atrevidas y trepidantes que se asoman al abismo, en busca del aire y las nubes, para avistar desde las alturas el maravilloso paisaje del valle. Una ensoñación poética desde esta construcción antrópica que es arquitectura, urbanismo, memoria e historia, en una ciudad contemporánea pero que aún sigue aferrada, desde la religiosidad popular heterodoxa, a una cimiente católica con diferentes advocaciones marianas, que se multiplicaron a partir de la Candelaria; de ello da cuenta los numerosos altares, diversos en sus formas, decoraciones y materialidades, en los distintos barrios, populares o no.

Así, sin ninguna duda, la forma urbana contemporánea hace honor a su escudo colonial o, mejor, es su propio escudo reinterpretado a partir de sus múltiples capas históricas.

Reitero: es el punto de partida. A partir de la propuesta materializada por el artista, el peatón o el pasajero, mirará ese agrupamiento con indiferencia o, al menos, tratando de ubicar el nombre de su comuna o corregimiento a lo largo de perímetro, un principio para referenciar o referenciarse. No le importará el sentido estético del agrupamiento ni su materialidad. Algunos pasaron por las columnas a manera de pórticos sólo pensando en la presurosa ruta del destino, pero alguno mirará hacia el cielo y se sorprenderán al verlo enmarcado con esa corona. Otra corona muy distinta a lo que significaba hace siglos.

Es un hecho evidente, hace 135 años un escultor italiano elaboraba una obra ha pedido, de un personaje que no conocía ni del cual tenía la más mínima idea para exaltarlo, ponerlo en el pedestal y ponerlo como ejemplo social, hoy un artista local se centra en paisaje urbano que ha vivido, que lo han construido generaciones y han trepado por las laderas hasta coronar el valle; así, la visión de un artista contemporáneo reinterpreta el simbolismo de hace tres siglos y medio y establece un diálogo con la geografía actual y su gramática, con el urbanismo y su arquitectura, en una percepción que también tiene mucho de afecto e identidad, como hombre de barrio que conoce como callejero que es esa geografía urbana con sus toponimias y referencias espaciales.

¡Cómo ha cambiado el arte en más de un siglo y en sólo tres cuadras de diferencia! Las que hay entre el parque de Berrío y la estación de San Antonio, entre una escultura y una intervención urbana, entre Giovanni Anderlini y Víctor Muñoz, de un italiano a un hombre de Manrique, apegado a las memorias, las calles, los territorios urbanos y los amigos, pero con un lenguaje interpretativo, material y formal de estos tiempos de vértigo, desde el cual nos habla y nos deja este importante mojón de tiempo y espacio.

Luis Fernando González Escobar

Profesor Asociado Escuela del Hábitat, Facultad de Arquitectura, Universidad Nacional de Colombia sede Medellín.

Medellín, 14 de diciembre de 2020

Fotografías de Luis Fernando González Escobar

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