Juan Fernando Ospina (Babel, 2020) |
Juan Fernando Ospina, Fotógrafo en la BBP.
Víctor Bustamante
Hay una fotografía de Juan Fernando Ospina realizada en
Guayaquil, justamente en esa calle, en esas calles, narradas en un bello libro por
Carlos Sánchez Ocampo, Contrasueño,
sobre los ñeros y su poesía de la miseria y del honor, que es el horror
callejero. Allí veo, vemos a una chica desnuda, con una copa de vino en su mano
derecha, y para colmo del deseo en tacones, sentada en la calle sobre una
sábana de cuadros, acompañada por una botella de vino y una canasta donde
emerge una hogaza de pan, que contrasta con el acucioso personaje con buzo en
sus hombros, de gafas que la mira, así como el otro personaje de cachucha que,
a lo mejor era, un poeta en vacaciones, que descansa enfrente suyo y bebe una
copa de vino. Los diversos transeúntes se han detenido para echarle un vistazo,
aún más el vendedor de cigarrillos quien es el que más da andando de todos ya
que el rebusque o obliga, así como el más sorprendido, un chico con su botella
de pegamento, de sacol, se ha estancado ante la sorpresa de esa mujer ahí en
pleno Guayaquil; y así, es el único que posee una expresión de sorpresa ya que
los dos personajes que la acompañan, el de antejos, a lo mejor chupa en una
pipa, amorosa picadura holandesa o a lo mejor expele el humo sagrado de los
dioses, nunca disfruta de las viandas y la mira, pero no expresa emoción.
Detrás de ellos, nada menos que los habitantes de calle, algunos le dicen
desechable, con esa lejía de la crudeza citadina. La fotografía se llama Picnic, (1993), la calle es Amador,
justo frente a los muros cariados de la plaza de Guayaquil abajo, un poco, los muros,
aún más agrietados del Pasaje Sucre y mucho más abajo las agujas de la iglesia
del Sagrado Corazón de Jesús en Barrio triste. Es decir, entre el comercio y la
religión dos elementos significativos de esta fotografía, que la enmarca además
entre los actuales la lujuria y los hombres de la calle, pero ya las mujeres de
los bares, las saloneras, pero ya los cafés del viejo Guayaquil desaparecen
poco a poco, y solo queda el contraste esta fotografía, talvez la que más me ha
llamado la atención del autor en su primera etapa y así mismo fue su carta de presentación. Siempre la tengo presente, además cada una de
las fotografías de juan Fernando dan la posibilidad pensar que es un fotograma,
de una puesta en escena, ya que siempre queríamos saber el antes y el después.
No sé si él habrá pensado en filmar el evento completo cuando decide tomar una fotografía
y haya pensado no solo en el instante sino en algo más en el antes y después de
ese momento cenital en que la fotografía queda lista para ser única, y así mismo,
expresar la estética de su autor. El poder de evocación de esa fotografía es
debido a que Amador ya ha quedado como una calle sin comercio, donde aún
perduran los vestigios de la plaza de mercado, y ya está poblada por otros
habitantes como si fueran el detritus de esa fauna citadina que se apodera de
los lugares abandonados. Y nada más paradójico que la muchacha desnuda,
exhibiendo la salacidad de su sonrisa, espiada, mirada por los posibles
amadores, que solo serán transeúntes, que se han sorprendido al encontrarla así
de golpe en este interregno en que Guayaquil había sido abandonado. Por esa
razón esta fotografía es valiosa, surge el concepto del deseo en medio de las
ruinas, y en esa evocación florece y renace esta puesta en escena, este leitmotiv,
en medio de la desazón. Y en medio de la desazón suprema, la manera de Barba Jacob,
siempre hay un principio de esperanza. ¡Fiat Lux!
Esta misma calle fue fotografiada por Gabriel Carvajal varias
veces en años anteriores, y en ese mismo sector, vemos la multitud de personas,
muchos de ellos vendedores fuera de la plaza de mercado, muchos de ellos
compradores que van para realizar su mercado, así como autos por doquier con el
motor encendido siempre de afán. Es decir, es la señal del tráfago de Amador
una de las calles más concurridas.
Pero volvamos al Picnic
que me lleva a recordar el “Almuerzo
sobre la hierba” de Manet. Pero sí aquí, en esta fotografía ya son otros tiempos
y otros lugares. Manet entregó la seriedad y serenidad de una salida al campo,
donde la mujer desnuda mira a quien repara en ella, el espectador curioso, y no
es mirada por sus acompañantes, que deberían hacerlo desde la óptica masculina,
mientras que aquí, en Picnic, el foco de las miradas cae sobre la chica que
sonríe y mira al cielo, sin saber que el cielo esperado es ella misma, y eso sí,
es espiada por todos los hombres que la rodean, once es la suma, aunque no será
la presa de ninguno de ellos.
Hay otra fotografía, en términos desafiantes, provocadora,
como le gustan a Juan Fernando. Se trata de una muchacha columpiándose en un
puente, como si ella disfrutara de un espacio de la ciudad y, a más de eso, se regocijara
con lo que fue un río, y ella misma recibe y disfruta las tufaradas de ese
viento del norte y del remanso de ese río, en esa quietud y abandono con su desafío.
Aunque el desafío es del fotógrafo que ha creado esta escena.
Entre estas dos fotografías memorables ha pasado mucho
tiempo por la retina de Juan Fernando, así como el evento de mayor envergadura,
la llegada de la fotografía digital, por la cual él ha accedido a ser “moderno”,
que ha llevado a fotógrafos aficionados a realizar muchas placas inútiles, y a
la promiscuidad de este arte, aunque de todo esto hay fotografías que vale la
pena rescatar como documentos. Pero si algo es digno de mencionarse, con respecto
a las fotografías de Ospina, una espina, con respecto a los anteriores fotógrafos,
es nada menos que el desalojo de la mirada anterior, al filmar fotografías, a concentrarse
ya en los transeúntes, en aquellas personas que se consideran personajes y que quedarán
para la posteridad de sus fotos.
Además, hay una actitud principio para tomar sus fotografías,
Juan Fernando busca la calle, como hace un gran cronista; él sabe que la ciudad
bulle desde diversos puntos de vista y por ese motivo él debe salir a buscarla,
a saber, que cada una de esas fotografías expresan una razón de ser así como
una de las imágenes vitales que definen a Medellín. Él huye de las postales, de
las fotos que enmarcan otra ciudad, la del turismo sin altruismo. Él las busca
en los derelictos, en lo lugares, en las calles, en las aceras en los salones prohibidos,
olvidados, y a las personas de cierta marginalidad que lo expresan todo y que es
la otra imagen, la negada, de Medellín. Es decir, busca la poesía del desalojo
y de nuestros abandonos como nadie la había mirado.
Ya habrá más tiempo de comentar sobre cada uno de sus
libros, ya habrá más tiempo para conversar más rato con él. Por el momento la
Biblioteca Pública Piloto conservará su archivo, unas 56.000 fotografías, todo
un opus, y él acompañará a uno de sus maestros, Benjamín de la Calle, que fotografió
el otro Medellín pero que también salía a la calle, lejos de su gabinete, a buscar
el tout Medellín.
Juan Fernando Ospina ha buscado a Medellín en sus rincones, y
en la poesía de su desolación. Ya nos ha advertido del tiempo que pasa raudo
por su lente, pero que él ha escogido y recogido en su obra para que los transeúntes
y paseantes, así como los viajeros inmóviles en los cuartos y salones, en las aceras
y parques, en las calles y cafés, de la ciudad puedan decir, yo también estuve ahí.
PIcnic. Juan Fernado Ospina, 1983. |
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