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Jaime Espinel / Nadaísta Bandido /
Unaula /13 Fiesta del Libro y la Cultura Medellín / 2019
Víctor Bustamante
Jaime
Espinel es la rara avis del nadaísmo, nunca tuvo detrás de él ninguna
institución que lo avalara como la Biblioteca Pública Piloto, o la Subgerencia
cultural del Banco de la República como en el caso de Jaime Jaramillo Escobar
que, a pesar de dirigir su taller de escritores durante muchísimos años, nunca
dio a conocer un discípulo para la grey, al menos un poeta que continuara con el
ideario nadaísta con sus principios y diatribas al establecimiento. Algo es
cierto detrás de la aparente rebeldía de Jaime Jaramillo existe el ejecutivo y
publicista cauto que no criticó nunca a nadie sino que ejerció lo de su feudo
personal, la desfachatez de su silencio para mirar a otro lado. Tampoco Espinel
tuvo una columna en un diario capitalino para darse un bombo personal, menos en
Nadaísmo 70, la revista claudicante
del nadaísmo apareció al menos una referencia suya, y menos en ese libro
extraordinario, Correspondencia violada, se
le da su estatus: nada menos que el de ser uno de los fundadores, del núcleo
duro del nadaísmo, aquel donde apareció como poeta en la antología de 13 poetas nadaístas y participó en
todos los actos previos, provocadores, hirientes que merecía ese país
ultramontano del 60. Para nadie es un misterio las diferencias con Eduardo
Escobar al interior del grupo, a pesar de ir con él y Darío Lemos, más allá de
toda experiencia en el subgrupo del nadaísmo, Las Flores del mal, aún más
provocadores, tácitos y valientes, ya fuera en el Astor o en Los Angelitos
donde el sobrevalorado Bukowski sería un colegial con buenas notas. Aunque
Jaime escribió durante un tiempo en El
Mundo no alcanzó a afianzarse como el gran cuentista que es. Es decir, el gran
narrador del nadaísmo, eso sí sin mencionar para nada dentro de sus cuentos las
misivas y misiles del grupo en Medellín.
Es
simple, Jaime Espinel es el raro del nadaísmo. Y cuando digo raro, es por
afianzar su poder de escritura como narrador. Recordemos que los focos de la
publicidad se dirigían a Humberto Navarro, para los que leyeron El Amor en grupo, y no volvieron a
leerlo, y si lo leyeron después, en sus otros textos, cayeron en cuenta que
Cachifo ya había disminuido su talento y lo perdía en libros banales como Juego de espejos y La casa del Palomar del Príncipe, donde ya demostraba su apatía y desdén
hacia la escritura por una razón, el diario vivir lo subsumía en curaciones
imaginarias producto del delirium tremens permanente. El mismo Gonzalo que
nunca impulsó a Jaime Espinel con una nota como a sus otros amigos, como
narrador, desfallecería en una novela que aún deambula por ahí, Después del hombre, lo cual desmerece al
Gonzalo excelso escritor de cartas, de cuentos, de crónicas y de relatos
periodísticos. Incluso Jotamario, muy preocupado por su imagen, -aun creo que
escribe en El tiempo- donde habla de
sus vecinos de apartamentos, a lo mejor de la venta de sus obras de arte, es
decir de las pinturas que le regalaron sus amigos para irse a vivir en retiro a
su finca, creo que en Villa de Leyva o en Guatavita, o aboga para que el Ministerio
de Cultura le pague la cuota anual al Santo Sepulcro de la Poesía de Medellín.
O, en Nada es para siempre escribe
sobre Fernando González sin entenderlo en su bonhomía y silencios, eso sí anda
muy preocupado por saber si una frase, el amor dura mientras dura dura, es
suya. No hablaré de Elmo valencia, siempre le faltó rigor. Con el paso del
tiempo sabemos que Eduardo Escobar se ha convertido en un gran ensayista, aún
falta por descubrir su poesía. También falta por redescubrir las crónicas
primeras de Alberto Escobar y estudiar más a Amílcar U. Los focos centelleantes
de la prensa bogotana nunca se posaron sobre ellos. Las otras luminarias, sus
amigos, las disfrutaron, pero no olvidemos, los nadaístas son diversos en su
escritura, en su soltura ética sobre el mismo concepto de nadaísmo. Cierto, aún
falta por redescubrir, a los que he mencionado: Alberto Escobar, Amílcar U,
Darío Lemos y a Jaime Espinel. Luego llegaron otros, incluso algunos no
alcanzaron entrar al grupo. De todas maneras, a pesar de ellos mismos, y de sus
traiciones, el nadaísmo es el movimiento poético en la historia del país que
más aire le dio a la poesía y a la narrativa mientras otros se desvanecían por
los fantasiosos caminos del llamado realismo mágico, ya relamido.
Pero
ahora hablemos de él, y de la publicación actual de una antología de cuentos, Jaime Espinel Nadaísta Bandido
publicada por la Editorial de la Universidad Autónoma Latinoamericana, UNAULA, dirigida por Jairo Osorio. Empecemos con algo que no es cierto Jaime
nunca fue un bandido, eso sí escribió algunos cuentos sobre bandidos, pero
bandidos de diversa carnadura, es más, estuvo cerca de Toñilas, aquel asaltante
de bancos, bello y de ojos grises, buen mozo que era lector, y, además, dispuso
una biblioteca cuando estuvo confinado en la Ladera, y, en su momento supuraba,
una peculiar ética personal acerca de no matar, eso sí en robar y asaltar
bancos para su deleite y disfrutar de la ciudad y de sus placeres. También Espinel
en sus cuentos demuestra la cercanía con sus amigos en el inicio de la primera
mafia en Medellín que asistía al Metropol, junto a los nadaístas, pero la
narrativa de Jaime va más allá, Jaime interroga a su barrio Manrique, Jaime
interroga a la ciudad, Jaime iniciaba su narrativa desde un comienzo con ese yo
valioso que, desde Agua de luto,
sabemos que ahí está de estatura completa, en toda su dimensión de escritor.
Jaime desde un comienzo es Jaime Espinel sin ninguna teoría del cuento, sino el
de ese testigo en primera línea que va a contar a partir de su propio yo lo que
ocurre, pero ese mismo yo se desvanece en los cuentos mismos, poco deja Jaime
traslucir en ellos, o sea, ese yo narrador es una ficción misma, una trampa para
el lector, ya que quien narra en primera persona no es el mismo escritor sino su
alter ego, es como si a través de una primera persona ese mismo yo se diluyera
en los diversos narradores de sus numerosos relatos, donde el escritor se
apropia de la circunstancia y de las anécdotas de la historia contada, pero él
se desvanece, no da ninguna señal o mejor poquísimos atenuantes donde lo
encontremos, podría ser en alguna opinión que se desliza y se cuela en su
escritura. Los bandidos que narra Jaime, los conoció, o fueron su vecinos por
Manrique, o iban al Metropol o compartió con ellos en Nueva York; en ellos hay
cierta consideración al narrarlos, cierta circunstancia de aprehenderlos y
mostrarlos, en sus triunfos pero siempre macerados por sus debilidades y
temores como Santiago Mesa en el consultorio de Diego Franco. También busca a
los mafiosos que han tirado por equivocación kilos de cocaína sobre un poblado en
su relato “ Blanco es..”.
Muchos
escritores y cineastas, más tarde, se conmovieron con los sicarios, pero no por
indagar sobre esas personas sino para mostrar en Europa lo que tanto les encanta
a ese público estólido, la pornomiseria al lado de los mafiosos a quienes nunca
criticaron por razones conocidas. La muerte no solo tiene un precio sino varios.
Más tarde los que ven a Medellín bajo la lupa del perico piensan que con ellos
nació la novela negra, pero olvidaron que Jaime la había creado en la ciudad
sin apenas darse cuenta. Pero Jaime es elegante en escribir sobre el tema, no
se desliza de una manera cobarde en la parte baja y facinerosa de quienes
disparan. Jaime no vio en ese mundo una
posibilidad rentable sino la otra Medellín que nacía y enfilaba hacia otros
territorios del mal, la bajeza y la corrupción moral.
Entre
los temas que abarca Jaime perdura lo histórico, siempre se sentía jubiloso al
hablar de un cuento suyo, “Un viejo sábado de octubre con lumbre de guazabra”,
donde admitía lo del primer crimen y del primer homicida en la Villa de la
Candelaria, un cura celoso. O busca a Gardel en, “Tu oído soy zorzal ¿cuya
jaula sos vos?”, para ambientarlo a su manera, con sus dudas, con sus
preguntas. Además Jaime tuvo toda una utopía que nunca logró desentrañar, si
Pancho Villa había nacido en Antioquia. Una gran biografía sobre Pancho Villa de
Friedrich Katz, Jaime la releía y la subrayaba, aseguraba que había un periodo ciertos
años perdidos de Villa que eran los de su tiempo en Antioquia. Él tenía
presente que Porfirio aseguraba que había escrito una biografía sobre Pancho
Villa, pero de la edición de mil ejemplares nunca se ha podido encontrar
alguno.
Pero
si en los cuentos de Jaime aparece Medellín, es una Medellín que él vivió y nombró
a ultranza, a veces desesperanzadora otras que emerge y señala en alguna calle,
en algún barrio. No podemos olvidar un tema que aparece y se cuela en muchos de
sus cuentos: la música. No en vano al comienzo de la presentación de Jaime
Espinel Nadaísta Bandido, en un video realizado por Javier Cruz, él
canta “Momposina”, y el efecto es letal, es como si estuviera entre nosotros,
ya que Jaime fue un cantante que siempre mantuvo su pulso por la música. En el Taller
de Artes fue cantante en la obra de El
bar de la calle luna y aun más, en las noches de bohemia se desplazaba con
Billy al Bar Serenata donde hacían pulso los dos para saber quién cantaba mejor,
y cada uno diciéndoles por su lado a los oferentes que el otro no sabía cantar.
Además, a Jaime, lo magnetizaban los pasillos y bambucos, ya que uno de sus familiares
había pertenecido a la Lira Antioqueña que eterniza en un relato, “Dos o tres
semanas después del miosotis”.
Aún
están presentes estás palabras en el relato sobre Pacho Villa donde Blumen,
músico y amigo de Pelón Santamarta, y este muy cercano a Villa en México, le
decía, entre las olas de la marea de licor a Espinel, vas bien muchacho, vas
bien. Pero nada le adelantaba de una posible confesión de Pelón Santamarta.
Releo “Pancho Villa & Doroteo Arango” y escucho como aparente música de
fondo, el corrido “El Siete leguas” de Graciela
Olmos, la Bandida, en la voz de Pedro Infante, que rememora al caballo de
Pancho Villa y que Jaime tanto escuchó como referente a ese enigma sin la
prueba reina, el lugar donde había nacido Pancho Villa aquí por estos pagos.
Hay en Jaime la filigrana de quien talla sus
cuentos con la probidad y la prolijidad del relojero, todos su cuentos terminan
en la narración misma, son historias que él vivió, son relatos que escuchó; de
esto se queja Eduardo Escobar, pero olvida que el escritor anda por ahí,
merodea por ahí, para apropiarse de lo que escucha si él no lo refiriera esos
relatos se perderían. Por esa razón un escritor se apropia de lo que escucha,
de lo que vive, de lo que ve, de lo que experimenta. El escritor muerde lo que
le apetece en donde sea, de ahí escoge sus futuros materiales para sus cuentos.
Jaime
escribía mano, garabateada sobre hojas de blog sus ideas y poco a poco el
cuento iba adquiriendo su plenitud, se volvía macizo en su catadura total. Hay
en la escritura de Jaime una presencia que los estudiosos no han develado, y es
su lectura entusiasta, su cercanía con Flannery O’connor, a quien leía en
inglés, y quien lo apasionaba tal vez por esos mundos oscuros, pero en el fondo
llenos de cierta comprensión, ternura menoscaba por el sufrimiento, y de sorpresa ante el mundo que habitan, y no
es compasivo con ellos.
Pero
como no referirnos a él, a Barquillo, o a Esquinel trasunto de Espinel, que en
realidad era Espinal, como se autonombraba en algunos cuentos, si en su
narrativa, en su razón de ser, en su boato que casi lo aleja de ella, pero
terminó imponiéndose para dejarnos unos cuentos excelsos, donde lo popular fue
recobrado a su manera, donde parte de la historia de Medellín prevalece en su
escritura con la dignidad de ese silencio que siempre ofició, con esa dignidad
sin requiebros, siempre siendo el mismo Jaime Espinel en toda su tesitura. Sí, él
siempre mantuvo ese distanciamiento, esa lejanía del grupo inicial, esa sinceridad
de ser nadaísta a su manera con su espontaneidad trasgresora, con su humor, con
su buena conversación y, sobre todo, él, Jaime Espinel, tan brillante, ahora en
el alejamiento que lo nombra y en la ausencia que lo recobra y en sus palabras
donde ha dejado su talento.
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