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Horacio
Marino Rodríguez en la Estación Central de Medellín
Víctor
Bustamante
Una
obra de arte posee una significación que la distingue de las otras, lo que
aporta, la tendencia que abre una posibilidad creativa, y quién la llevó
a cabo. Además por pertenecer a una ciudad determinada, termina con el tiempo,
dándole su sentido de pertenencia a esa ciudad donde fue creada. Me refiero a
los edificios que, año tras año, crean el perfil, su silueta. Edificios que
con los días se convierten en el paisaje para muchas personas que lo tienen
como un punto de referencia. Ya que sus muros, sus paredes, sus esquinas, sus
arcos, el artesonado de sus puertas le otorgan esa identidad. Así que valorar
un edificio, así como a su arquitecto, es darle a este el doble carácter de ser
una obra de arte pero también que ha sido creado por un artista. El arquitecto
posee esa doble función en idear obras de arte pero también que sean funcionales,
que sirvan de algo, que sean de utilidad para que diversas personas lo habiten, lo usen, lo disfruten, vivan en él. Así estos edificios se convierten en el oasis,
en la oficina necesaria, en el lugar para una función pública. Es decir, es parte
de todos, así que lo circundan no solo los transeúntes y sus habitúes, también termina
convirtiéndose muchas veces en símbolo de la ciudad o, a lo mejor, en uno de sus
lugares preferidos, ya sea en una calle de un barrio.
De
ahí que cada edificio considerado como obra de arte posee un rasero, es uno
solo, con las ideas creadas y materializadas por su autor que es su arquitecto.
Un edificio es único en su género, de ahí que valorar su preservación y su cuidado
es una labor que debería mantenerse para que la ciudad recuerde su historia, sus
diversos periodos creativos; que la ciudad no olvide a quienes la construyeron
y que la hacen relevante. Arquitectos, ingenieros y maestros de obra, alarifes
y artesanos, dibujantes y escultores, ebanistas y carpinteros, merodean en cada
una de sus construcciones.
Un
edificio adquiere con los años su pátina, y no es una simple casa vieja, algo que
es necesario demoler para que el hombre actual destruya lo que dejaron sus
antecesores. Un edificio es una memoria, un edificio es el diálogo con otros arquitectos
que antecedieron a los llamados modernos o posmodernos que han arrasado con la
historia por el mismo efecto, el síndrome del progreso per se, el estar, en lo
actual sin advertir que la ciudad la han construido diversos artistas, desde
los albañiles, desde los artesanos, hasta el más serio arquitecto que la dibujó
en el papel, hasta llegar al plano con el esmero y su detalle.
Un
edificio posee algo que lo define, es un ejemplar único. Contrasta con el libro,
el cine y la música; estos han sido editados en varios ejemplares, muchas veces
en miles. Además en las bibliotecas se conservan originales o ejemplares de
ellos, y además se pueden repetir, copiar ya sea de una manera legal o pirateándolos.
Con un edificio no ocurre, es así mismo un ejemplar único, es así mismo la expresión
de su autor, es así mismo su propio incunable. Es muy peculiar y difícil que un
edificio sea construido en la misma ciudad dos veces con los mismos planos, a
no ser las casitas del Estado o los actuales edificios de apartamentos que cambien
el paisaje de la ciudad. De una manera indirecta se copia el modelo socialista, uniformado y sin gracia y sin color para los obreros y sus vidas desde afuera, grises. Alguna vez se construyeron o mejor se reedificaron los mismos edificios
en una misma ciudad. Cuando, Varsovia, fue destruida en la Segunda
Guerra Mundial, sus habitantes la reconstruyeron con la misma configuración
paisajística, ya que ese crimen de lesa arquitectura, no podía dejar que la ciudad,
su paisajes, su ámbitos: su esencia quedara solo en fotografías. Ellos la
reconstruyeron con el mismo entusiasmo de querer que su vida cotidiana se
mantuviera presente.
Por
esos antecedentes, por esa contrastada manera, lo valiosa de esta segunda parte
que recobra la obra de Horacio Marino Rodríguez, como arquitecto, se convierte en
un réquiem, ya que la mitad de sus obras han sido destruidas lentamente y con
la solapada manera de los dueños de estas obras, ya que sus edificios caen, se
destruyen.
Esta
exposición, que es también, recuerdo, presencia y reunión, comienza de una
manera didáctica con nombres fijados en las paredes de la Estación Central de Medellín ya que
remiten a una manera y a un estilo: balaustrada, arquitrabe, fuste, arco de punto.
También hay un telón de color blanco donde el dibujo de un horno enseña cómo se
fabricaba cemento, luego en el piso, dispuesto, un arco en ladrillo, en diversos entramados de ladrillos para mostrar cómo se dispone un muro, y, en hierro, una
parte de lo que fue la cúpula de un banco así como sus vitrales. También la definición, en alto relieve, en madera, quemadas otras palabras y sus diagramas, con su significación, lo cual remite
a aquellos nombres de la personalísima creación de la arquitectura en sus
comienzos aquí en la ciudad. Cierto, aquí en lo que ha quedado de la poderosa Estación Central de Medellín nos disponemos para entrar a este edificio de estilo renacimiento
francés que si no fuera por la protesta de un puñado de estudiantes de
arquitectura de la UPB, hubiera sido destruido. Seguro, aquí, en este lugar
entró Horacio Marino a reparar en su estilo. Seguro por estos pasillos, el arquitecto
ha caminado para reparar en algún detalle o cuando salía de viaje, así como en este día celebramos sus obras, y sobre todo su
obra, su actitud ante la vida, sobre todo, su inteligencia, su talento, su
talante, para celebrar que algunas de sus obras están aun en pie.
Al
interior, la exposición nos ilustra acerca de un libro de Horacio Marino, el Libro del constructor, donde él expone
esa manera suya de resumir los materiales que se usaban, los procedimientos
técnicos y, así mismo, da una idea acerca de su magnanimidad al no dejar que
esos conocimientos sean de unos pocos sino que el público tenga derecho a utilizarlos,
al igual que con su otro libro, Dieciocho lecciones de fotografía.
Pero
y, ese pero nos advierte sobre las obras de HM Rodríguez en este campo específico
de la arquitectura donde el réquiem que había mencionado sobre sus obras está presente debido a la insensatez de los medellinenses: el Circo España, el edificio Hincapié Garcés,
el Banco Alemán antioqueño, el Teatro Bolívar, el Banco Sucre, el edificio
Tobón Uribe, el edificio Sierra, la Fábrica Nacional de Chocolates, así como el
núcleo de ellos mismos, donde la fotografía y la arquitectura confluyeron, el edificio
donde funcionaba la Fotografía Rodríguez y la oficina de HM Rodríguez en Palacé. Es decir, parte de su obra situada
en el Centro de la ciudad, ha sufrido los embates y que la destrocen, que es
como decir avasallar el Centro mismo. A pesar de que a Horacio Marino se le realiza
un homenaje con justicia y con amor, es el arquitecto que más ha sido golpeado
con la destrucción de su obra.
Esta
clase de eventos, que son muy valiosos, solo poseen la escritura y la fotografía
como una suerte de protección, pero también se convierten en una especie de perfidia
y reclamo, ya que comienzan toda suerte de preguntas acerca de la indolencia y la
insensibilidad que preside a diversas generaciones de medellinenses, que dejaron
pasar de largo la nefasta manía destructora. Por eso solo tenemos la ironía de escribir
páginas inútiles y sin sosiego para la evocación de un recuerdo pertinaz, la Medellín
que nunca conocimos, sino en fotografías, en periódicos o en novelas. De ahí la
paradoja de acudir al lenguaje a fin de señalar sus limitaciones, ya que las palabras solo pueden describir, mostrar estos momentos. Ante esa imposibilidad, y esa
barrera, queda, esa aspereza, y el desconcierto, de estar hurgando
una memoria que huye cada día ante la ciudad que marcha sin sosiego dejando de
lado a sus creadores, en este caso a Horacio Marino Rodríguez, como si se preparara
una trampa en la que siempre caemos, así nos retrasemos, y que es el llamado progreso.
Tal vez porque esas continuas traiciones, de no preservar, trasmiten la desfachatez
de aquellos mecanismos sin solución que conducen a la destrucción,
como algo irremediable.
De
todas maneras Luis Fernando González, al liderar parte de este evento, nos libera momentáneamente
de esas traiciones y olvidos, y recobra a un artista.
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