Ovidio Rúa Figueroa (Babel) |
Ovidio
Rúa Figueroa
Jueves
de semana non santa, escucho “Quiero morir de carnaval” en la voz de Ovidio Rúa
con su grupo Son de la Calle, él dice: “Soy pasión soy carnaval le tengo miedo
a la soledad, caminar y buscar un rumbo es mi destino, morir de alegría y de
carnaval”. En esta composición, pura salsa, donde el saxo da la nota y los
músicos entregan su reclamo, se exterioriza de cuerpo presente Ovidio, “dame tu
aliento, dame tu amor, quiero tu canto, quiero el sudor que he regado por los caminos
buscando vida y que ha fallado en esta alegría del carnaval.” Aquí, en esta melodía, aflora una palabra, carnaval, y es
que no solo en esta canción Ovidio facilita una posibilidad de alegría, de vida,
para salir del tedio y oprobio cotidiano, sino que a través de su música en
País Burlesque, fue que conocí su magnífico trabajo, ya que Ovidio ha permanecido
lejano, casi relegado acá pero se le aprecia en Riosucio debido a las diversas
presentaciones de su grupo, es decir, a su talento, a esa música que ha llevado
con sus cuadrillas a un municipio que ha desafiado el arrogante ultramontanismo
del país con el Carnaval del Diablo. Tiempo de carnaval donde se escuecen las ironías
del país de los titulares que se ha exaltado en el folclor y se ha
apresado en él, me refiero al mal folclor. De ahí que Ovidio Rúa y sus comparsas
hallen, en ese interregno aquí nombrado ese memento nunca mori sino vital para regocijarse
y ser libres, ya que en tiempo de carnaval se violan, las normas y los tiempos. Allí Ovidio
Rúa ha persistido con palmaria creatividad junto a la Hermandad del Unicornio y
sus comparsas son esa sugestiva utopía de crear con toda la expectativa posible
para participar allá cada dos años. El
carnaval es desafiante a pesar de los años y de quienes no lo toman en serio ya
que no advierten allí el verdadero desborde de alegría, de crítica y, sobre
todo, de la vida que se explaya en sus diversos matices.
Días
de marzo del 2018. Avenida La Playa con
la calle 52, diagonal al Teatro Pablo Tobón Uribe entr0 al estudio de Ovidio
Rúa, una casa, su casa, donde es posible mirar fijadas en las paredes las
fotografías con su devenir teatral, con su participación en los diversos
eventos del Carnaval del Diablo. También en los otros cuartos los trebejos y
los abalorios, los sombreros y los trajes, las partituras y las carpetas: puerto
de los objetos de teatro en ciernes, a la espera de su sueño para que vivan de
nuevo en la tesitura de su universo. Allí
una suerte de biografía visual donde se refieren sus aportes y el montaje de
sus mismas obras que ha expuesto con perseverancia y la afirmación que se adquiere
son su labor como director de teatro y músico.
Arriba,
desde el segundo en el segundo piso, se
filtran los acordes de una banda, reiterativa en sus ensayos. Allí su hijo,
Andrés Jerónimo, con sus amigos músicos afina la escena con algo de rock, con
algo de otras músicas para constatar su responsabilidad y mantener el feeling,
y, además, en la certeza y esperanza de ser y seguir los caminos de su padre.
Es claro también, que sin advertirlo, su práctica servirá de música de fondo a
esta conversación.
Dentro
de esa suerte de escolástica, en Ovidio, hay una idoneidad, la alegría, la irreductible
alegría y bonhomía que entrega el espíritu de carnaval, por ser abierto, por suceder
en las calles, por presentarse en ellas, por ser participativo y lleno de la
poesía de la espontaneidad, de la risa y del desafío. Veo las fotografías de
sus comparsas que en cada año entrega una opción siempre manteniendo la independencia
y ese talento, ya que él es un artista integral en el sentido estricto de la
palabra.
La
creación, la sincera su creación, siempre mira a otros lados, no se empeña solo
en los caprichos de moda sino en la necesidad del autor de mostrar otras
actitudes. De ahí la indagación por manera el pulso de la alegría del carnaval,
de ahí la necesidad de apartarse de la aspereza de la música establecida, de
ahí la tristeza y la melancolía, de la rabia y la desazón que afloran al
escucharlo, de ahí la necesidad suya de expresarse. Todo en conjunto lo podría formular
como la resistencia de un artista que habla a través de su obra.
Son
muy escasos los teatreros y músicos que, como Ovidio, requieren y exigen
preguntas con esta decidida verdad. La escritura, su música, su teatro, lo
apartan del lóbrego, refractario y, para unos, un necesario impulso que se
aparta de la conformidad, precisamente él que ha pasado por los diversos discursos
ideológicos desde los años 70. Y aún se mantiene intacto en su sentido de ser un
músico y un teatrero pertinaz.
Sus
actos creativos poseen en apariencia el simple poder del regocijo y la de
permanecer atento a lo que se sucede en el ámbito diario y le ocurre a él. Eso
sí de un extremado valor, al buscar un diálogo con las personas que buscan
otras posibilidades, como debe ser, al aceptar las otras voces, así sean las
del silencio, así sean las de la derrota, ya que todas expresan un momento
peculiar. De ahí que esa lejanía donde se le ha situado, esa infatuada manera
de coexistir de ese modo, no es la anulación de su presencia sino que él la ha reafirmado
con su voluntad, no dejarse soslayar, ¡que no! Ovidio ha afrontado y atravesado
con indomable coraje esa línea de desasosiego y de desalojos pero él no se ha rendido,
ya que él perdura en sus obras con el coraje y la certeza de mantenerse a flote
y activo.
Ovidio
Rúa, en su obra que cada día se torna valiosa, ha conseguido concertar una esencial
y extremada sinceridad consigo mismo que es lo que hace valioso a un artista,
al mantenerse explorando sus propios códigos que lo atraviesan, que lo sacuden,
y en la que muchos de sus compañeros artistas naufragaron, pero que en él es una
cálida, entrañable y tenaz fidelidad a su otra en proceso. Su existencia de artista
que ha indagado en lo popular -como él persiste-, siempre lo mantiene
atento ser un superviviente de aquellos
años donde la política eventual y fugaz de consignas fueron un peligro de ser en sí, pero que en su trabajo
lo podríamos considerar que va en la dirección que le encuentra un sentido al
testimonio de quienes no claudicaron, pero que a su vez persistieron en sumergirse en aquel camino donde la creación
lo ha llevado a urdir y seguir un camino, su creación, que ahora consta como un
propósito de vida, irreductible en su actitud, y que por esa apuesta permanente
admiramos y compartimos.
Sus
diversas indagaciones en la creación, ya sea para escribir teatro y música, perduran
empapadas de una responsabilidad ética y política que refresca. El suyo es el
ejercicio, extraordinariamente atento de una escritura, en teatro y música, invariablemente
franca y permanente.
De
esta forma, Ovidio ha logrado imponerse al relegamiento en el llamado mundo del
arte, a la indiferencia en el mercado persa de las influencias y de los premios
-que a menudo reclaman los inseguros
y neófitos con deseos de una pasarela
inmerecida- y así dejar de lado la presencia de un trasegar como el suyo, que
no se rinde ante esas fuerzas que podrían ser oscuras pero mejor son insidiosas,
porque su talento, su carácter de profesor, de compositor y director de teatro,
ahí prosigue. Su obra habla por él.
Ovidio,
Juan Guillermo y Edgar, así como Jerónimo, son una presencia en la ciudad, el
teatro y la música bulle por sus poros.
Electriza la tierra prometida con la partitura de este ruiseñor.Aplausos y laureles.
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