Teatro, locura y éxtasis de Bernardo Ángel
Víctor
Bustamante
Hay
un grupo de teatro que recuerda como en Antioquia, y más concretamente en
Medellín, no se ha perdido el aspecto crítico, refractario, desconfiado de un
artista. Es decir, La Barca de los Locos de Bernardo Ángel y Lucia Agudelo,
continúa la tradición medellinense de darle una definición y un tinte muy
peculiar y personal a su obra, precisamente en un medio donde lo único
plausible para el público en general, es la facilidad del espectáculo, soñar, entretenerse,
es decir anestesiarse con la llamada belleza que entrega cierta inocencia venenosa.
Pero esa actitud de un público domesticado aleja de obras como las del mismo Ángel,
convertido en una suerte de Abaddon, cuando él golpea, zahiere, abofetea sin compasión, cuando nos
hace salir de la gruta siempre simbólica de la facilidad al asistir a teatro. De
esa manera añade, persiste en definir que el teatro es una de las más valiosas
de las bellas artes y por esa razón es necesario asistir allí, no a ver un
espectáculo, donde la palabra montaje será un atisbo de entretención, donde el
decorado queda definitivamente derruido, donde se asiste a mirar nuestra
tragedia cotidiana, al vernos ante una actor, al saber que este escritor y
poeta, blasfemará, criticará, nos abrirá los ojos, nos escarbará los oídos con
sus diatribas, con su exacerbada actuación porque, en el no importa el llamado
montaje ni el vestuario ni el decorado, porque ya se encuentra preso de la
trasgresión como nadie ha escrito ni actuado, y todo lo anterior por esa abyección en un país
preso en la ignorancia o en el otro límite, el entretenimiento como causal no
de cierto sonambulismo sino por la aquiescencia del arte oficial que se pavonea
lujurioso y determinante en apariencia pero que solo es lo mínimo, en el país
de las salas donde se puede decir, el espectáculo continúa.
De
tal manera, Bernardo Ángel, en una de sus obras, en Fin de lo bonito, aparta precisamente de ese sustantivo sin
sustancia porque lo bonito en él no existe, ya que el buscará otros abismos,
otros limites que desconciertan: Bernardo quiso apartarse precisamente de lo
bonito como veneno donde los actores insisten en repetir y el público en aceptar
que se burlen de él para que vayan a casa a dormir complacientes. De ahí que
Bernardo toma posesión de la palabra como medio de comunicación por excelencia
donde no media ningún truco de montaje, donde no interfieren las luces, donde el
decorado, el maquillaje, las máscaras, los sonidos crean la pausa para divertir.
No, Bernardo llega directo con la palabra sin ninguna concesión y muchas
concepciones, en él la palabra es el teatro mismo. Bernardo no se la pasa buscando
especialistas en decorados, en elucubrar sobre las puesta en escena, en el vestuario,
solo posee la palabra, su palabra para decirnos que todo anda mal, que es necesario
reflexionar el presente, es decir, y otra vez trasgredir, estar alerta en
el nido de víboras donde todos vamos en
fila hacia el abismo de lo bonito, de la hermosura. Bernardo siempre va muchos
pasos adelante del teatro, en él no se fragua la complicidad de lo establecido,
con él solo se avanza o se le quiere con sus diatribas, con el derecho al insulto,
a la sátira, como la más sublime e impura de las artes. Porque callar es sinónimo
de no señalar nada, porque Bernardo es libre. Por ese motivo La Barca de los Locos
al lado de Lucia viaja en el tiempo por el río despavorido del tiempo. La Barca
de los Locos viaja llena de bufones, atiborrada de teatro que no es simular
sino precisamente sellar con la palabra a flor de labios que el arte no es para
simular sino que se le ha olvidado y mutilado una de las maneras de ser más auténtico.
De
ahí que él en este viaje no a la velocidad de la luz, o en otro medio menos rápido,
podría ser por el aire, por mar por tierra, nada de eso, ya que La Barca de los
Locos surta el mar del tiempo en nuestra noche oscura del alma hacia el envés. Es
un viaje a través del tiempo, es un viaje donde no se viaja sino alrededor de
un punto como debe ser donde el viajante, los dos viajantes solitarios, nos
llevan en su barca más iluminada que nunca, a través de la indecencia de un país
que calla y no acepta al otro, al que lo abofetea, a quien satiriza, a quien debe
decir algo para callar ese exacerbante yo interior como lo hace Bernardo y Lucia.
Es un viaje nunca cómodo, es un viaje no para turistas despabilados y ahítos de
esplendores. No es un viaje con un fin determinado, con caminantes estólidos
por alguna calle de una capital hermosa para ver monumentos y salir de una vez
a comerse una hamburguesa. No, este viaje al lado de Bernardo y Lucia, es un
viaje por las zonas sombrías que no aparecen en los dictados de las guías turísticas
o de los autores clásicos que expresan sus esponsales. No, por este viaje cada jueves
partimos por el inframundo, por los territorios vedados, inexpresados, ahora expresados
en su palabra porque ellos ahí en ese espolón, en ese lugar al aire libre, en
el Parque de Bolívar, se erigen en esta tarde lejos de lo bonito como droga
referida para asilarse, ya que Bernardo nos dirá que la vida es para recrearse
en la honestidad de decir algo, pero no algo de una manera insulsa. No,
Bernardo nunca nos dirá así, iría con ira más allá, y siempre ha ido más allá
de todos, al no poseer compromiso de ninguna índole. Ha despedazado no solo el
teatro del absurdo, del teatro clásico, el teatro de muñequero, por una razón de
su talento y su talante ha ido más allá que cualquier otro, ha abierto las
compuertas al mundo que nunca se expresó solo a través de su palabra como hito fundamental.
En él la palabra se hace verbo precisamente con su entonación rigurosa, fuerte,
fundamental. En él la palabra adquiere el tono exacto, la fijación precisa; no
será un adorno en su entorno para desafiar la lascivia de la mentira.
Hierático
y en pos de lo sagrado, místico en pos de urdir las triquiñuelas de las
mentiras y de las irrupciones de las fachadas bien pintadas y decoradas, y aún
más hierático, Bernardo posee como paradoja, un resquemor. Nunca había sido
publicado su teatro en un libro, pero el ahí poseía su poesía, su palabra y no
quería callarse, él tenía algo que decir y de una manera contundente, sino accedía
con acedia al libro, poseía su voz, desde su puerto, ahí en el Parque de Bolívar,
pero él ahí en un largo viaje del tiempo no en un viaje amnésico de la luz,
sino real y fustigante dijo lo que nadie dijo, su palabra es abierta, clara. Habló,
gritó, bramó, auscultó con su palabra el país que pasa por la calle, a los transeúntes
que van de un lugar a otro, aunque de vez en cuando sorprendía con la fotocopia
de sus manifiestos.
Paradójicamente
Bernardo actúa al frente del mismo Bolívar aunado al bronce de su posteridad y
algo cercano a la Metropolitana donde la catedral exige su presencia para que
lleve allí a la monja y al auténtico Cristo. Si los padres nunca peregrinos, curas
y obispos ofician su misa diaria, La Barca de Los locos oficia su mise-en-scène
los jueves a las 5 y 30 de la tarde desde hace unos 40 años.
Pero
ahora, y ya como se lo merece, Fallidos Editores, dirigida por Juan José
Escobar, ha publicado: Teatro, locura y
éxtasis de Bernardo Ángel donde incluye cuatro de sus obras: La monja, Ni héroes ni mártires, Aúllan los
lobos, y Rumbo a las Indias. (Medellín,
2018). En conjunto, en estas obras, reside la esencia de Bernardo. En La monja destruye lo sagrado, masacrando
de una manera burda por la continuidad del relato. Al hacer bajar al Cristo de
la cruz, luego de años de reposar ahí y convertirse en un icono, este se
hallará desconcertado por saber que el mundo admira y negocia sus llagas cada
año. Ante una monja llena de lujuria y un obispo que administra la fe. En Ni héroes ni mártires el ser se haya
mediado por esos dos límites donde la nada fortalece la apuesta por descubrir
lo que somos, aquellos que caminan ordenados en fila ejecutiva hacia la nada. En
Aúllan los lobos hay una contundencia sobre el erotismo de una manera fatal,
llevando al borde del delirio o el éxtasis. Y así mismo aquellos que aun perviven
dentro de su espectáculo. Rumbo a las Indias es un viaje en tren,
es la utopía de un viaje que llegará a ninguna parte así suene la campana, es
un viaje donde el escritor reflexiona sobre su quehacer, desconfía de los descubrimientos
y reafirma que el único
viaje de la vida no son sus epopeyas y la fantasía de la felicidad, de las cuales
descree.
Bernardo
mantiene la esencia de rebeldía, de crítica típica de la edad de los años 70,
no desde el marxismo de pandereta sino desde sí mismo. Ha construido su misma concepción
solo mediada por su palabra, por su visceralidad, cuando irrumpió, él supo
desde ese momento que su teatro era su cruz. Él presidiría sus obras en medio de
la insensatez circundante que solo tuvo el silencio, la indiferencia del medio
que huye cuando él habla, cuando él escribe, cuando sus coterráneos corren
detrás del éxito.
Bernardo
siempre saltó escollos, superó la indiferencia, fue más allá y se mantuvo firme
en la seducción de su existencia. Él solo tuvo una meta, y la ha cumplido, el
derecho a la sátira. Además de Ser actor
y otro más relevante, ser escritor de sus propias obras. Cada una de sus
palabras, al representarlas, son su carne y su sangre. Por esa razón en ellas
no se habla de los ensambles, de la adaptación, que es solo la significación de
la sequedad personal para decir lo que escribieron otros. Bernardo se respeta y
respira, y, así mismo, da su versión del mundo que, lacerado habita, y el cual vapulea
cada que mora en su teatro.
En
la dedicatoria de este libro, Teatro,
locura y éxtasis, Bernardo añade: “Un libro sale del tiempo/ festeja su aroma
/Nos ama y nos enloquece por dentro / es la sustancia del cuerpo/ Pero no hay
que olvidar que / a un libro lo forjan otras presencias/”. Así Bernardo Ángel.
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