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Daguerrotipia,
literatura y amigos, 1976-2016
de
Jairo Osorio
Víctor
Bustamante
Aquí,
en esta muestra fotográfica de Jairo Osorio, existe una versión del Medellín
intelectual que giraba, la mayor parte, en torno a la Biblioteca Piloto. Cada
una de esas personas han aportado su talento desde sus diversos campos, ya sea en la
escritura, en la crítica, en la poesía, en la novela o en el teatro, o en el cine. Ellos son parte de esa gran tradición que la ciudad aporta,
que la ciudad entrega y que allí poseían un punto de encuentro. Cada uno de
ellos merece, en esta antología, un lugar muy especial, ya que para ese
momento, al mostrarlos acá su autor los considerada una parte de esa generación
que ha tratado que la ciudad no se indigne y sea mirada y enfrascada como la
ciudad violenta que en ese periodo perdido que muchos quisieron ver desde esa
perspectiva, sino que en diversos aspectos Medellín define a sus
artistas con otras preocupaciones, ahora congelados para la posteridad en estas
fotografías tan elocuentes, que obligan a mirar esos rostros, esa actitud
de aquellos que algo le donaron y advirtieron desde su creatividad.
He
visto la exposición varias veces, he mirado una a una sus fotos. Cada una de ellas expresando al fotógrafo, no
solo desde su concepto de la fotografía, sino de los personajes buscados, y,
además, dando la certeza de lo que quiso captar en cada uno ellos, así como la
razón por la cual los ha seleccionado. A quien más ha fotografía ha sido Mejía
Vallejo como un homenaje directo. Borges además aparece junto a María Kodama,
que causa cierta hilaridad por lo que fue ella con él. En unas memorias la
casera de Borges advertía que la Kodama le pegaba al escritor ciego
inevitablemente protegido por ella misma que se convertiría en su guardiana no
de la fe sino de su literatura. Lo cual hace visible ese adagio popular que
añade como detrás de un gran hombre hay una gran mujer… así le pegue.
Cada
una de esas fotografías, por supuesto, posee su historia. El espectador solo ve
la imagen coagulada en blanco y negro, con el rostro que cada uno de los
fotografiados ha dejado para la posteridad de papel, sí, cada una de ellas merece un texto definitivo
por lo que expresan. Cada una de ellas es la summa de la ciudad, y juntas, como
ahora, manifiestan una crónica detenida en el tiempo. Me refiero a las fotos de
estas personas tomadas en Medellín. Las otras rompen la pregunta, mi
indagación, sobre la ciudad, lo cual no invalida esta exposición.
En
ese corte histórico que se convierten en relato, ya lo acabo de decir, como si
se tratara de la visión de un indagador exhaustivo, cohabitan en tres
fotografías, los nadaístas Jaime Jaramillo Escobar mirando de soslayo al abrir
una puerta, como siempre ha sido, sigiloso. Eduardo Escobar de perfil serio y
algo taciturno. Jaime Espinel alegre y vital como siempre fue. Ellos conviven,
luego de sus manifiestos, junto a un gran señor, Miguel Escobar Calle, amable,
siempre dispuesto a compartir sus lecturas. Aquí está León Zuleta en una de sus
mejores fotos, atrabiliario y claro, en su condición de persona de talante. A
Mejía Vallejo con su bonhomía y su ser afectuoso. A Darío Ruiz tan crítico y
punzante, siempre atento a las noticias de otros escritores así como a andar
pendiente del pulso citadino, dándole
otro cariz a la literatura de la ciudad, aunque últimamente añade, un poco
despistado, que hay un gran novelista, Tomás González perdido en su cuitas
solitarias. También miramos a Pedro Nel Gómez como expresión del artista que ha
viajado y ha estado inmerso en la ciudad, en cuanto a su diseño y utopía, pero
ante todo como el artista total. En otra
placa Óscar Collazos mira a la cámara, mientras lleva un cigarro al cenicero, y
al fondo Fanny Buitrago, casi sin notarse, advierte a cada momento que nunca fue
nadaísta sino cuando le conviene. Gustavo Álvarez Gardeazabal, juicioso y
concentrado, al frente de su máquina de escribir, a lo mejor, indaga en alguna
novela que escribe, aunque esta foto es de Tuluá; en otra el mismo escritor se
nota en su cachaco, elegante y corbatudo, junto a Juan Rulfo, del cual corría la leyenda,
ingenua de los teóricos y académicos, de que había dejado de escribir porque ya
se creía inmortal con dos de sus libros, cuando en realidad, había dejado de
escribir debido a que los electrochoques aplicados para dejar el licor le habían calcinado su
creatividad. Pero volvamos a Gardeazábal, en este tiempo no existía para él ni
la más remota idea de convertirse en el extraordinario crítico de La luciérnaga,
tampoco había pensado en comprar un nicho eterno cerca a la tumba de Jorge
Isaacs en Medellín. En esta foto apenas se percibe a Carlos Bueno advirtiendo
que ya mostraría su talento como escritor. En otra fotografía Carlos Mario
Aguirre, quien ha afianzado el humor como nadie en el país, sonríe casi
socarronamente. Luis Alberto Álvarez de perfil, cuando él miraba el cine de frente
y con cierta acedia sin aceptar críticas de nadie. Tampoco falta Arenas
Betancur en una cabina en París y en otra con su barba a lo Miguel Ángel de la
vereda el Uvital de Fredonia, y su espíritu libre, dispuesto a una copa de
licor en sus errancias. Tulio Bayer lleno de utopías y de mentiras, lleno de
vida y con proyectos inconclusos; exilado en su casa de París camina por jardín
que era su reclusorio con esta estatura enorme, cuando a lo mejor se creyó un incomprendido.
José Manuel Arango, delgado, con esa tranquilidad suya tan indefinible, sonríe
junto a Elkin Restrepo. Víctor Gaviria
en dos fotos tiene un libro en la mano, y a lo mejor piensa en algún guion inconcluso
o en algún poema que nunca escribió, a lo mejor pensando en el oasis de la
eternidad. Luis Fernando Peláez rabiosamente joven y creativo aparece en dos
fotografías.
En
otra, en un homenaje a Castro Saavedra, aparecen sus amigos, pero no el poeta, pero
sí uno que es o fue ideólogo del partido que fue liberal, Álvaro Tirado, y que nos
indigestó con una obra sobre López. Hay una foto donde aparecen Hernán Restrepo
Duque y su señora, y Fanny Mickey, pero de esa fotografía me interesa Hernán
Restrepo Duque por su aporte a la música, coleccionista eximio, le dio un sitio
a la música colombiana. Pero también, cuando fue director musical de Sonolux, casi nos deja escuchando a Margarita Cueto, ya que no le gustaba el rock. En otra
Elkin Restrepo al lado de Leonardo Álvarez, aun preguntándome por qué motivo no
tuvo una vida más activa como cantante tan contradictorio que fue, de cantar
canciones de Ginette Acevedo Cariño malo, de Serrat La
la la, de criticar a Leonardo Fabio, de quien decía que cantaba como arreando
vacas, hasta componer una música encantadora a los poemas de León de Greiff y de Porfirio.
En otra fotografía Ernesto López mira a la cámara mientras le señala un
linotipo de que los tiempos han cambiado.
Las
únicas fotos a color pertenecen a su hermano Darío Osorio, al frente de una
registradora, acaso en alguno de los cafés familiares, y la otra es la de Fernando Vallejo, aquel
rebelde que aún no ha salido de la sacristía de la iglesia del Sufragio en
Boston con su rostro rosadito de santo de semana santa.
Pero
también están los visitantes: Sábato, Uslar Pietri, Benedetti, y Vargas Llosa
bañado por la lluvia o el papel picado de la revista Hola de España contradiciendo al crítico que es, ya detrás de la ex
de Julio Iglesias, ahora suya y de nadie más. Otra de las visitantes, Helena
Poniatowska de quien se dice que es dulce y amable, pero que en su escritura es
muy aburrida, sin riesgo. Cuando empecé hace años a leer Hasta no verte Jesús mío, ese libro se me cayó de las manos. Pero Jairo
no solo la ha fotografiado, sino que aún cree que es una diva y una escritora
talentosa. Entre estos visitantes hay uno perturbador, Camilo José Cela, censor
franquista y académico quien nunca permitió
que María Moliner ejerciera un cargo de número en La Real Academia de la Lengua
Española. Cela, celoso, buscó el Nobel con todas sus influencias y perversidades.
Cínico, sicalíptico y desmesurado, lo leo en sus obras menos mencionadas, donde
se revela su talento, eso sí lejos del escritor vendido que fue a ciertos
dictadores. Aun me pregunto, qué lo trajo a Medellín, donde vivió algunos
meses.
También
hay fotografías de algunos políticos, pero debido a la penuria personal que
suscitan prefiero no comentarlas. Ellos son tan variables, ellos son tan serios
en sus discursos, en sus análisis, en sus razones y sinrazones, que ya sabemos,
que, desde cualquier extremo, mienten, así posean o mejor, crean poseer, el
remedio a los males de un país siempre en vías de extinción. Los adictos al
poder no olvidan a Maquiavelo.
Por
supuesto, que no podían faltar las fotos de su pueblo, Caramanta, en los bares
de billar donde aun habita una Antioquia campesina y encerrada entre las
cornisas del exceso de verde de las montañas. Tímido homenaje.
Pero
la mejor fotografía, la que más me llama la atención, es donde aparece Oscar Jaramillo con una chica, a la salida de Rigoletto, ahí
en Maracaibo. Ninguno de los dos, ni el pintor de vestido negro como saliendo
de la oscuridad de la taberna ni su acompañante, una chica de cabello corto con
corbata suelta, se percatan de la presencia de la cámara; parecen perdidos en sí
mismos. En casi la misma posición, él mira al piso. Ella, con su perfil
fino mira a la calle. Me gusta la
posición de las manos de ambos. Él, alto con sus manos grandes, se apoya en el
vano de la puerta y la derecha en su cintura. Ella, con un aire de ausencia, también
tiene su mano derecha en la cintura, y
la otra se desliza sobre el jean. Me gusta su corbata floja y suelta, su camisa blanca,
cierto desenfado, cierta tranquilidad, cierta anuencia de ella, que tiene
detrás a un gran artista, pero que ella prefiere fijarse en la calle, en un
gesto de suficiencia, de mundo. Hay algo inconcluso en esta fotografía que la
hace la más valiosa, acaso sea la indiferencia de ella, acaso sea el pintor
fijo en el suelo, tal vez al acecho. Precisamente en esta indefinición se
haya la pregunta que siempre me hago cada que veo esta fotografía, lo
indefinible.
He
hablado de unas pocas fotografías, de las que me interesan. He referido algunas
circunstancias del cambio de piel de algunas de estas personas, unas valiosas para
mí, otras miradas de soslayo, pero esto es solo una opinión. Ya que las fotos
en su conjunto son una crónica sobre la ciudad, sobre sus escritores, sobre sus
artistas, donde todos ellos, reunidos acá, perduran en el tiempo y con su circunstancia,
con sus quimeras. Cada uno de ellos ha apostado algo, con sus pasiones,
con sus desvelos, con su faltonería, con su creatividad. No sé si Jairo Osorio habrá
pensado en contarnos la circunstancia de cada fotografía. No sé si él la
escribirá, yo lo hago desde afuera, su autor debería referir de una manera exhaustiva,
qué ocurrió allí y dónde fueron tomadas, en qué lugar de la ciudad, ya que cada una de
esas fotografías es una memoria, cada una de ellas posee una historia que solo Jairo conoce.
No cabe duda Jairo Osorio es un gran fotógrafo. el texto sobre la exposición es demasiado hermosos. Gracias Víctor
ResponderEliminarMagnifico recorrido por la sala expositora. Buen recuento histórico de varios personajes. Maravillosa valoración sobre el trabajo, en su conjunto, de Jairo.
ResponderEliminarGracias por la recreación cronicadada de esta obra y y su autor.
Maravillosa muestra fotográfica. Que tal una visita con el autor de las fotos relatando los pormenores de cada una de ellas. Fantástico!!!!! Sería posible?
ResponderEliminarHombre Jairo siempre te sales con las tuyas, al mostrar tanto oficio como fotógrafo. Deberías compartir mas de tu trabajo..
ResponderEliminarVictor nos descubres a un gran fotógrafo. Gracias por este homenaje.
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