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48 Medellín: Deterioro y
abandono de su Patrimonio Histórico Guayaquil, Jairo Osorio
Guayaquil
/
Familia de Jairo Osorio
Víctor
Bustamante
Tantas
historias, tan rudas, tan vitales, tan particulares. Pero han pasado tantos
años que se convirtieron en leyendas, y esas leyendas citadinas, sobre los
guapos, sobre el hampa, sobre los duelos, sobre los bares donde el tango se
enfatizaba, sobre las aventuras con diversas mujeres que poblaron y establecieron su monarquía, junto a las diversas
pensiones para viajeros y vagabundos; todo envuelto por esa poderosa actividad
comercial -que dieron a Guayaquil pábulo para que haya sido mitificado-, ha sido
borrado de una manera brutal por las siglas del “progreso” a lo paisa, que adecuó
este barrio hasta reducir su áspero concepto de lo popular a un acervo de
historias perdidas, regadas en diversas crónicas y en la memoria de quienes
habitaron esas noches, pero que es posible rastrearlas en conversaciones o en
el santo oficio de la lectura como almacén ya oscuro de la memoria. De ahí que
los libros de autores que fueron testigos, fieles a veces, insuficientes otras
den la versión de este lugar.
La
aureola de Guayaquil es variable, va desde el comienzo, bordeada
de ciénagas hacia el sur, en la zona del mercado público, hasta convertirse en
la Plaza de Mercado, y lugar de llegada para los viajeros del tren, centro
total de mercaderías rodeado de bares y pensiones donde los viajeros y las
putas dan el sinónimo de su presencia. Viajeros y putas siempre andan mezclados; con ellos, lo efímero, es su finalidad.
Ahora
ese territorio, como una partitura de la historia, ha perdido ese carácter de
popular, ha sido reemplazado por el comercio con sus vendedores, sus dependientes
y secretarias, que reemplazan a las putas, comerciantes, viajeros y trúhanes
siempre con pensamiento variable de acuerdo al mejor postor, a veces se juntan.
Unos reemplazan a otros. Por esa razón la escritura entrega sus versiones.
Hay
una novela, Aire de Tango de Mejía Vallejo
(1973). Su personaje, Jairo, llega a Medellín desde Balandú, como muchos,
huyendo de la Violencia con el contraste de que nació cuando murió Gardel. Así
su irrupción en Guayaquil posee esa intensidad cuando lo que acaba -y lo que
respectivamente empieza- no es sólo un año determinado y ni siquiera una
celebración, sino la idealización de ambas vidas, la de Gardel al morir quemado
como un santo, y a de Jairo al imitarlo ya como cantor nunca como guapo y
cuchillero. Este va a un lugar específico: la cantina de don Sata. Pero Vallejo
con sus amigos intelectuales iba al Bar Martini por Junín donde Guayaquil en
esa frontera era algo más sano y menos peligroso. De ahí que Arenas Betancur
añadía que Mejía Vallejo conoció a Guayaquil en taxi.
En
El Diablo tiene la vela de Juan Roca
Lemus, Rubayata, (1980), pone de relieve la presunción de Judit para esperar,
como lo realizaron muchas personas, que en su oportuno viaje, pura emigración,
y llegada a Medellín que lograrían felicidad y buena suerte, la que nunca
consiguieron, al ser empujados a esa parte de la ciudad que ellos nunca pensaban,
Guayaquil. Esta novela casi olvidada, tan irremediable en la prescripción del mal,
como némesis del que busca sobreaguar está exenta del fatal pesimismo de muchos personajes que
sucumbieron en las calles que, con la
retórica popular a la carta, anunciaban inagotables catástrofes y en
pregonar que la vida en este lugar de comercio no era más que supervivencia,
vacío de empezar desde lo bajo, traspiés y horror de una vida trágica. Este
texto de Rubayata en cambio está impregnado de un amor a la vida y una huraña
espera de lo que nunca se conseguirá: la felicidad, desmentida por la sucesión
de los años, pero ellos continúan viviendo, con temor y temblor, mucho ánimo y
permiten sentir el dolor y el absurdo con mucha mayor fuerza que la catástrofe
que se presenta, ya que se vive sin indolencia. Hay referencias a personajes
cumbres: Masato, porfiriano a ultranza, que afirmaba como Guillermo Valencia le
había robado el poema Anarkos, Tartarín Moreira merodeando con su guitarra, y
una presencia muy definida de Guayaquil signada en la Plaza de Cisneros, en
Carabobo, la pensión suroeste, la iglesia de San Antonio, la Estación del Ferrocarril,
La Payanca, los teatros.
Diocelina,
Blanca, y Lina, así como una damisela que le canta mientras se adormece, son
las cautivas de Vidal Cruz. A una de ellas, en el bar el Paraíso Perdido, le
regala un libro de Danunzio, El triunfo sobre la muerte. Es su búsqueda de prostitutas
para realzar su caída al lado de ellas, con ese pesar que lo acorrala, ya que a
veces deja el martirio del deseo y solo quiere buscar compañía, como expresión piadosa
y romántica, al negar el deseo y asilarse en esos cuerpos que durante el día y
el resto de la noche fueron propiedad efímera de otros personajes anónimos. Vidal
Cruz asume ese carácter de misticismo erótico, de salvación, amo del placer y
al mismo tiempo lo niega. Es esta novela una suerte de acto de contrición. Vidal
les entrega dinero pero no busca placer solo busca conversar y una buena compañía.
Ellas no lo entienden, a pesar de que llega como un cazador solitario a esos cafés
de Guayaquil. Poetas y putas son los otros transeúntes de lo efímero.
Jairo
Osorio en Familia, (2015), desde el
interior del barrio, de Guayaquil, habla de la circunstancia de un nuevo tipo
de hombre, en un estadio de ocupación distinto -en el modo de ser y sentir,
vivir- es la representación del individuo tradicional, aquel que madruga a
abrir su negocio para proteger y mantener una familia. Es un individuo de
capacidades potenciadas como negociante y más dotado que los demás. También refiere
una nueva forma del ser, no ya compacto sino instaurado, por una diversidad de
personajes con una mezcla de núcleos espirituales y pulsiones no apresados antes
por la escritura dentro de la rígida coraza de la individualidad, los primeros
mafiosos.
Camino,
caminamos, esas calles y los lugares que en su novela ha escrito y descrito
Jairo Osorio. Pocas veces se hace con un autor un recorrido en este sentido, de
esa manera se sale de la rigidez de las palabras y se entra a la visibilización
de esos territorios, donde nombres de cafés, como el Buen Tinto, el Bola Bola y
el San Cristóbal desatan como una premisa, una suerte de curiosidad, una cadena
de significaciones. Y sobre todo, un punto de vista diferente. No en vano
existe una indagación muy manoseada entre algunos teóricos entre la ficción y
la realidad. En este caso esa pesquisa queda pulverizada, porque la evocación de esos instantes que refiere la
novela, los cafés mencionados, le dan identidad al lugar; es decir, a las
calles del barrio, de esta parte de Guayaquil que no había sido contada, ya que
en esas calles y en esos lugares al ser narrados, aprehendemos la vida que ha
discurrido, las presencias, las vivencias, las actividades, los cambios y lo más
perenne, las personas que entraban, que habitaban esos lugares, que lo habían
convertido en su centro de operaciones, su sitio de llegada, de visita, de
encuentros. Posta citadina. De ahí que esos bares donde el autor ha trabajado
dan la significación de quien los ha vivido hasta las horas de la noche desde
las madrugadas donde Osorio da una visión totalmente diferente a la que hemos
tenido de Guayaquil, el Guayaquil trabajador, de tesón, de personas honradas
donde el cambio de hora obligaba a esos cafés a cambiar oficio de vender tinto
en las mañanas, hasta sitios de bohemia y amoríos ligeros en las noches.
Pero
si en esta jornada por Facio Lince, por Salamina, por Maturín, por Ayacucho existen puntos de referencia de su novela. También es
cierto que camínanos por lo absurdo de la ciudad. Hay otro centro comercial con
un nombre ominoso, Molino Viejo, con esa costumbre de los urbanizadores de darle
un nombre a una esquina donde funcionó el molino de más peso que tenía la ciudad,
la Harinera Antioqueña, destruido de una manera inmisericorde. En la otra esquina
aún se concreta como un adefesio, ese que hiere a quienes, como Jairo Osorio,
relata cómo era el interior de ese edificio. Caminamos por las ruinas de la ciudad
que se acicala de mercaderías de contrabando y erige el poder de este tipo de comerciantes,
dejando de lado la capacidad de producir y también de perder sus lugares porque
ciento diez años de la Harinera Antioqueña con el molino de madera desbaratado
y perdido solo ocurre en la ciudad cuyo Centro Histórico es una soberbia risa, así
se lea en los avisos a las entradas de Medellín.
Con
Jairo arribamos a lo que fue el Pasaje Sucre demolido sin compasión durante la
alcaldía de Luis Pérez, lo cual le hizo acreedor a su primer premio
internacional, el Atila, por la destrucción de un bien patrimonial.
Del
Guayaquil de la leyenda solo han quedado estos cuatro libros, cada uno dando su
versión de ese territorio. También hay investigaciones, tesis, relatos,
cuentos. Incluso textos inacabados de Tartarín, de León Zafir, de Oscar Hernández.
También existe un libro como Guayaquil, una
ciudad dentro de una ciudad de Alberto Upegui Benítez que le falta ser más puntual
en algunas crónicas.
El
repertorio sobre Guayaquil hace alarde de una sorprendente jactancia de
crónicas y artículos, de anécdotas y personajes, y seguirá incluso cuando se
cumplan bodas, centenarios de la ciudad o mirando fotos de manifestaciones,
pasando por Salvita que cae de nuevo en su fatídico acto, también sigue la
puesta en escena de rememoraciones, fotos sobre los edificios para mostrar cómo
eran antes, remembranzas de lo popular, como simples decoraciones del avance y
de la extinción que a menudo nos gusta mirar, como acto depravado de la
nostalgia con la compañía de un algún tango de Larroca, de Aguirre, de Moreno
de por medio.
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