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Guillermo Molina:
Medellín
de piedra y barro
Víctor Bustamante
Hace algunas noches
deambulaba, desvelado, por el dial de la radio, dejaba de lado los soporíferos
programas donde muelen música y dan la hora, proseguía con los programas sobre
salud donde un tegua ofrece sus servicios para curar a los incautos. Me
cambiaba a uno de los programas religiosos de los nuevos predicadores que infestan
con sus mismos discursos, y los dejaba e lado. Por fortuna escapaba a las
declaraciones de políticos, encantadores de serpientes, con su palabrería barata,
o a esa trascendencia inútil en que se sumen los seguidores de fútbol. O sea,
que esa compañía buscada no aparecía por ninguna parte, hasta que la noche dejó
de ser una noche no plagada de murmullos
ni música de alas, sino que la aguja del
dial recaló en algo diferente, pero ilustrativo, en algo sorpresivo y de carácter:
la persona que exponía, situaba la construcción de la antigua Plaza de mercado
en Guayaquil, daba nota de la calidad de sus constructores, de los materiales usados,
de la categoría de esa edificación, así como de su uso y de la importancia para
la ciudad; en síntesis, cómo la arquitectura está presente en el desarrollo de
una ciudad, y es así como cada edificio habla desde su mudez de un momento histórico,
y como, con los años, se convierte en un punto de referencia para muchas
personas, lo cual quiere decir nada menos que le da identidad y sentido de
pertenencia a sus habitantes. De una vez quedé prendado y apresado en el
programa, ya que hablar de patrimonio en Medellín, es referirse a la letra
muerta, al incumplimiento de quienes deben velar porque Medellín mantenga su presencia
en los diversos años en que ha sido construido y reconozca esos maestros de
obra, esos ingenieros y arquitectos que le han dado lustre, que es la manera más
significativa de saber que la ciudad es valiosa. Pero de inmediato pensaba en
la falta de ética de los curadores, burlando la normatividad sobre patrimonio,
y, de inmediato, quise dejar de escucharlo
por ese sentido de impotencia, ya que no hay manera de que las autoridades en
lo cultural, le presten atención al desmantelamiento continuo de la ciudad;
pudo más la calidad del expositor, su amor y aprehensión por la ciudad, que luego
se revelaría como el profesor y arquitecto de la UPB, Guillermo Molina, y decidí
seguir escuchándolo. En realidad aprendía, en realidad era, es mantener la historia presente de una
ciudad negada en sus altas esferas administrativas para que supieran que no es
fundada por cada administración sino que la historia es lo que permite el presente
de la ciudad. No es pasar de largo por sus calles y barrios, por sus fachadas y
por el trasiego de creadores: poetas y escritores, pintores y escultores, arquitectos
e historiadores sin ninguna pregunta ni ningún reconocimiento, es valorarla,
darle su peso específico.
Luego, en esas
continuas noches, supe que la preocupación de Guillermo Molina, es la misma preocupación
de muchas personas, la misma necesidad de no dejar pasar de largo la escritura
de la ciudad, así como no dejar de lado la especificad de ella, de cómo ha sido
construida por diversas generaciones y como cada generación debe ser la garante
de ese gran legado. De lo contrario siempre permaneceremos diciendo que hay otras
ciudades muy conservadas y bellas, mientras nosotros, es decir los urbanizadores
como una plaga con la aquiescencia de curadores díscolos, destruyen Medellín.
Por eso el programa, Medellín
de piedra y barro, toca esa herida: la necesidad de que Medellín reconozca su propio
valor, que ausculte en las personas que la han hecho valiosa y le dieron lustre
y de quienes la construyeron. Y además el programa sirve para sensibilizar a los
urbanizadores y constructores para que no sean un Cartel del cemento sino que se
pregunten antes de construir un centro comercial, una urbanización, antes de que
tumben una casa, qué valor histórico posee. Además el programa sirve para que los
curadores dejen de pensar en ganancias y propugnen esa idea de destruirla. También,
Medellín de piedra y barro, serviría para que nuestro políticos se sensibilicen,
para que accedan a un proceso necesario de Ilustración y no permitan esta gran
mentira que es un insulto a quienes interrogamos a Medellín: las vallas color granate
con letras y líneas blancas, en las diversas vías de ingreso al Centro, tanto
en la calle Colombia, como en la glorieta de la Minorista o en el Palo, donde
se lee, con la flecha indicativa, que vamos hacia el Centro Histórico. Y uno se
dice, ¿Centro Histórico? Talvez histérico por el descuido, el continuo abandono
que el Centro vive, además de su continuo desmantelamiento, la inseguridad y el
miedo de muchas personas a visitarlo.
Cuando escuchamos al
profesor Guillermo Molina sabemos que hay una persona ilustrada, que interroga la
ciudad, que nos devuelve esa memoria que todo medellinense debería poseer, ya
que el humanismo es lo que nos hace fieles a una tradición para que la ciudad nos
enriquezca con su presencia. De esa manera no nos limitamos a mirarla en fotografías
que la rememoran sino que junto a al profesor Molina la interrogamos, le damos
lo que es, su lustre.
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