domingo, 9 de noviembre de 2014

Todos ellos de Félix Ángel / Víctor Bustamante


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Todos ellos de Félix Ángel

Víctor Bustamante

Hace unos años existía el rumor, luego leyenda, en Medellín sobre un libro recogido casi en su totalidad por el padre de su autor. Se trataba de Te quiero mucho poquito nada de Félix Ángel, donde se narra la vida pasión y eros de un adolescente que vive y disfruta el inicio sexual en el centro de la ciudad, con la cual fustiga el dogmatismo conventual en esa materia. Pero lo que también me llamó la atención del libro fue algo inusitado para la literatura que en ese momento se escribía en Medellín: la ciudad es descrita de una manera como debe ser: con sus nombres, con su tenacidad, con la perplejidad del transeúnte, porque así es la única forma de disfrutarla presente y perennemente. Allí es notoria una ciudad que palpita, una ciudad que es nombrada, junto a la visceralidad de su narrador al establecer sus puntos de vista particularmente en una Medellín que no admitía otros puntos de vista; confesional de un lado; y de otro, la elitización que considera al artista verdadero una suerte de outsider, mejor un marginal. En este sentido Ángel, todo un demonio, fue más allá, se refirió a sus gustos eróticos hasta caminar absorto hasta su casa luego de su primera experiencia furtiva con algún amigo. Ese es mi recuerdo de su lectura, para así confirmar esa leyenda abstrusa de que su edición había sido casi recogida en su totalidad. Pero en la Piloto aún se encontraban algunos ejemplares para la posible lectura. 

Cierto, en Medellín ciertas experiencias exigen ser contadas en baja voz, ya que cuando se escribe sobre determinados temas aparece la condena disfrazada de silencio, inclusive por sus cercanos. La moralidad de aldea, aun campea en la Medellín de todo los despojos.

De Ángel sabía que era pintor, y ahora, ya lejos de Medellín, en Nueva york, veía sus pinturas en los diarios con su trazo peculiar: caballos y polistas. Paisaje inusitado en la Medellín de los sagrados retornos, publicitando a Botero con sus paisajes pueblerinos y con sus personajes con rostros rosados y cachetes encarnados como santos de iglesia, pero también las exageraciones de Arenas Betancur. Nunca supe la razón por la cual Félix, ahora feliz en Washington, se había marchado de Medellín. Y que a su tío, el escritor Félix Ángel Vallejo, lo veía en las mañanas serio y circunspecto, muy elegante de saco y corbata en el Astor apurando un tinto.

Siempre me ha llamado la atención la marcha de algunos artistas de Medellín hacia el exterior. Podría ser la búsqueda de experiencias nuevas o de buscar cierto reconocimiento para regresar, como lo diría alguna vez el infatuado Moreno Durán, la modernidad está allí, como dando a entender que es necesario buscar reconocimiento y valoración en otros países. Por fortuna es solo un sentir porque siempre he creído que uno escribe desde un punto de vista personal sobre algo sagrado: su paisaje humano. Paralelo a la marcha de Félix Ángel también se dio el viaje de Fernando Vallejo a México. Él iba tras los pasos de Barba Jacob y a recordar con cierta venganza a Medellín. Por ahora recobro el conocido poema de Cavafis, toda una actitud, ya que por mucho que se viaje siempre uno está hundido en la misma ciudad. Por mucho que se viaje, que se huya, la ciudad está presente y te define.

Pero ahora voy a referirme a esa doble faceta artística de Félix Ángel: la pintura y la escritura. Su presencia ha sido más fuerte en el campo de la plástica donde es posible notar la cantidad de exposiciones. Su reconocimiento  descansa allí, pero recordemos que él además es poeta. Sí, hace unos años fue publicado en Medellín Todos ellos, un texto que permanecía guardado hacía bastante tiempo, antes de su partida, y al cual me referiré más tarde porque ahora, me pregunto la razón por la cual un artista se mueve en esas dos aguas creativas como si una no le bastara para expresarse, como si las necesitara a ambas, para complementarse, lo cual es viable en el caso de un pintor como Ángel, que escribió el libro más contundente sobre el tema gay en Medellín, incluso sobre los de Fernando Vallejo, todo un dandy, amante de perros y de titulares de prensa.

El caso de escritores, y al mismo tiempo, pintores o viceversa, es clásico. Blake nos sorprende con su actitud, así escriba de la mano de su mujer mientras ella duerme y así mismo le dice que puede conseguirse un amante mientras él merodea muy ocupado en sus cielos e infiernos, mitificándolos, pero también escribe ese poema memorable El Tigre. No olvidemos a Sábato con su escepticismo por el hombre y a sus cuadros, expresando esa distorsión de una vida oscura como si permaneciera en ese fragmento, “Informe de ciegos”, donde los escritores pintados fueran una luz en medio de esas tinieblas actuales y perennes. De Rojas Erazo, no leí la farragosa Celia se pudre pero sí conozco sus pinturas con colorido vigoroso que recuerdan algún muralista mexicano. 

Esta especulación se da porque es como si un artista necesitara estos dos campos para complementarse, para expresarse, para definir su estrategia creadora. Como si no le bastara en un caso los colores o las palabras, y al volver, y salir de cada uno de estos dos ámbitos fuera necesario que ambos convivieran dentro de él, que luego se deslizará al otro cuando una de sus artes no exprese lo que se quiere decir. Creo que esta pregunta la completaría mejor una persona como Ángel que se mueve en ambos campos, y en ambos campos ha sido certero.

Pero ahora voy a referirme a su libro de poesía, Todos ellos, que a pesar que fue publicado en el 2011 no sabía de su existencia. Precisamente aquí, en este libro, se combinan las dos maneras de expresión de Ángel, escritura y pintura, pero la expresión de esta última ahora son grabados en linóleo y así mismo se conjugan dos posibilidades: los poemas guardados hace muchos años y otra manera de expresión donde existen la dicotomía de su creador.

Los poemas revelan un aspecto inédito de Ángel: las vicisitudes del adolescente, su inconformidad. El texto comienza con un poema, “Azul niño”, reflexionando sobre su ámbito cercano: su casa, donde se pregunta, con una de sus palabras preferidas, historieta, si en realidad ese paisaje personal ha existido ante su propia pregunta, y la indiferencia de los demás. Ya en “Todos ellos”, nos entrega la respuesta: ellos, sí, ellos, su familia, padres y hermanos los ve y lo ven como alguien diferente. Es la extrañeza de quien él mismo rechaza. Lo aprisiona la casa. En “A las nueve”, hora de dormir, escucha al rezo de la madre, la indiferencia de los hermanos pero sobre todo hace un reclamo: “...del amor que siempre fue esquivo”. Así en cada poema el escritor nos entrega ese clima espiritual, tanto personal como el cercano de su familia, su incomprensión como actitud. Hay una canción: Las acacias. Expresión no solo de sus padres sino de un país anestesiado por esa esa música triste que aun despierta en una ciudad donde ya se dan los golpes de mano del nadaísmo, pero a él mismo le gusta esa canción, y ahora nos habla ya del patio: su casa como espacio personal presente de una manera perdurable, la vieja casona en Echeverri. En “Como ese día”, recostado en las baldosas de su casa, piensa en la muerte. En “Mi barrio”, describe el paisaje citadino, la calle, las fachadas desteñidas. Aquí ya hay dejadez y un apartamiento de sus vecinos, y el paisaje nunca fascinante de la construcción de la avasalladora Avenida Oriental que le ha quitado parte del paisaje habitado de la ciudad. En “Domingo”, Ángel indeciso y algo neutro, poco ahonda aquí, describe su espacio citadino previamente en ese día lleno de preguntas como es el dominical y ve demonios en las gradas de la iglesia, va a la fuente, al parque y a ese pasaje peatonal. Y allí en esa calle innombrable, Junín, y el parque define la memoria de sus pasos caminados y perdidos. En “Persiana”, el autor abre las ventanas, ya está de nuevo bajo el abrigo de su casa, donde perdura la pregunta de ese eterno no hacer nada, esa memoria del tiempo que se diluye entre el deseo de verse bien y sus dudas. En “Pasado mañana”, ya anotamos como cada uno de los poemas es una suerte de diario personal donde Ángel, adolescente, se confiesa inconforme y sereno, pero también flemático, con esa inquietud de pensar que lo demás está en otra parte. Así se adelanta al tiempo y al observador furtivo que se dirá, quien vivió en esta casa, cuáles fueron sus dueños, y se lamentará de no poder tener un sombrero, y pausado descansará en sus sueños, lo único que no se tiene, pero ahí están.

En “Mejor allí”, aparece el mar como deseo de huida, pequeña fuga, y así mismo hay una alteración por el tiempo que regresa. Aquí piensa en la muerte, necesita una mano amiga, un aliento, una ayuda. En “Intentos”, hay otro Ángel, aquel que se remedia con esa desazón y sorpresa del caminar, aquel deambular la ciudad. El citadino que como una noria siempre ve los mismos paisajes pero que no sucumbe a ellos sino que debe mirarlos de nuevo bajo la égida de personas diferentes a cada momento.

Cierto. A esas palabras escritas hace tiempo, unos cuarenta años, se contraponen las figuras en negro, más negro que blanco, de los linóleos, donde aparece otro Ángel seguro, que advierte los tipos musculosos como ideal erótico, sin rostros definidos. Dos expresiones separadas por tanto tiempo. Las memorias, escritura del adolescente, que necesita afecto y se replantea el papel de la familia y solo tiene las calles y el encierro de las paredes de la casona, su ámbito. Y luego el contraste de las figuras en linóleo donde el pintor alejado de su ciudad reencuentra su pasión: lo erótico como presencia con esos trazos largos, casi rectos, donde aparecen tipos con cachuchas sin rostro conocido o enseñando sus genitales con tranquilidad. Contraposición en apariencia porque al leer los poemas de Ángel y mirar sus pinturas se complementan. En síntesis Todos ellos, desde la lejana escritura y los actuales grabados, es el mismo rostro de un autor: Félix Ángel.
   

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