Humberto Navarro Lince
MI COLECCION TESONERA DE
PASOS PERDIDOS.
Víctor Bustamante
Existe un nadaísta oculto, talentoso,
Humberto Navarro, a él le cabe el extraño goce de haber escrito dos obras
magnificas, El Amor en grupo y Los días más felices del año. Digo
extraño porque muchos escritores le huyen a la temida variante del olvido
cuando apenas tienen unos balbuceos y ya expelen su necesidad, que es necedad,
su sed de eternidad. Navarro con los libros que refiero ha llegado hasta el
límite, a lo que ninguno de sus contemporáneos fue capaz, hablo de escritura y
experiencia. A él le cabe ese raro aserto de Pavese, cuando afirma que después
de escribir un libro ha quedado humeante como un fusil disparado. Acaso, aunque
ese acaso de una vez nos lleva a la duda, dos libros importantes sobre la
ciudad, por la forma en que fueron escritos: ese presente, esa ascesis del
momento que lo llevó a no tener ningún tipo de nostalgia que a veces se
convierte en una suerte de lama peligrosa y estéril masacrando la literatura.
En las conferencias del Paraninfo. Por supuesto que en Medellín ese
nombre solo le incumbe a la Universidad de Antioquia, durante unas jornadas en
la década del ochenta sobre el nadaísmo, este pasaba de su literatura de
alcantarilla a la sala de eventos de más prestigio cultural. Cerca de ese mismo
lugar había ocurrido la famosa y ominosa quema de libros, entre los cuales se
incineró en ese auto de fe, la María.
Allí escuché la voz grave de ese poeta que fue Darío Lemos: “Tu frente es como
una lisa pizarra negra”; a Jota Mario puro verbo, enunciando Santa Librada College, o Alberto Aguirre
hablando de una novela que le había dejado Gonzalo Arango escrita en un
cuaderno y que, por supuesto, a nadie enseña. Más tarde la celebración se trasladó
a la BBP, donde X-504, declamó, esa es la palabra, de un rollo de papel
higiénico que emulaba tal vez a los escritos de Gonzalo Arango, un poema del
hombre que va a la luna y por primera vez vi su rostro lejos de ese dibujo de
marciano con unas extrañas cejas arqueadas, párpados cerrados que se aprecia y
aparecía en las antologías por supuesto nadaístas. Pero también allí observé a
Humberto Navarro, sencillo hasta el desespero, leyendo una conferencia que no
fue lo mejor por supuesto, como si el que más tarde se revelaría como un
espléndido conversador, estuviera mediado por la página en blanco, más escritor
y conversador que conferencista.
Luego lo encontré, es decir, lo vi, una tarde, una
de esas tardes apacibles en la Arteria siempre abierta al fresco viento de la
Playa, a él, Humberto Navarro conversaba sobre literatura, con ese artista
nunca valorado: Luis González de Guzmán, junto a otros que no sé su nombre, esa
tarde fui espía. Navarro guardaba celoso sobre la mesa al lado de botellas de
aguardiente y cerveza, un casco militar de la época Bismark, que después supe,
pertenecía a la guardia presidencial. En algunos momentos lo colocaba en su
cabeza atándolo con el barboquejo, y en la acera daba un saludo militar, nunca
con el paso del ganso. Esa misma semana lo encontré a la entrada de Versalles,
perdido en la bruma del alcohol con el mismo casco militar con algo que no
había observado una punta como la base del penacho y su vestido de verde. Entró
al salón que es una cafetería, pero, para otros, punto de encuentro, examinó a
sus habitúes y por un momento coincidí con él. Por supuesto no era uno de los
suyos y pasó rápido, raudo a la salida a perderse en los confines de Junín.
Por supuesto, a nadie iba a encontrar en esa otra década cuando casi
era un exiliado en Bogotá, cuando sus amigos no lo esperarían para sentarse a
tomar un tinto con un vaso de agua por favor, cuando otro público habitada esas
mesas, cuando el Metropol ya no existía y él parecía un extraño entre extraños.
Otra vez, una noche no poblada de música de alas, bebía en un cafecito
de la calle Bolivia y Córdoba. Lo acompañaba una dama no de medianoche sino una
mujer de la cultura en la ciudad. De tanto mirarlo terminé saludándolo, luego
conversando. Me acompañaba el escritor José Martínez y Sánchez. Hablamos de
literatura y me escribió un número telefónico con el propósito de una
conservación que nunca realicé por esa cosa que aparece, esa cosa tormentosa,
que solo los que la sentimos o la padecemos, sabemos que es un obstáculo, la
timidez. Él se encontraba de paso en Medellín, y a unos pasos, tampoco fui
capaz de decirle a una amiga, fotógrafa casual, que nos tomara una placa. Cierto,
en uno perdura el montañero, el coleccionador de fotografías con personas
relevantes. Timidez no seas taimada me dije después, en esos eventos que el
azar devuelve con su mano mágica y somos incapaces de entender.
Ahora ha regresado para vivir a Medellín, es uno de los pocos
escritores antioqueños que no tuvieron repercusión desde Bogotá al resto del
país.
Algunas veces he conversado con él. Mejor, lo hemos
escuchado Omar Castillo, y Jairo Guzmán en La Boa, porque es un torrente de
palabras, mientras fuma de una manera desusada, uno tras otro cigarrillo. «Qué
hubo tata» es su saludo, para luego asestar, el tatabra, como una muletilla. Siempre
lleva una mariquera con sus papeles.
A pesar de que bebe, no solo la vida tan vivida y bebida, ya no vive
ni bebe los excesos que tanto se habló sobre los nadaístas, ahora con la
sentencia y seriedad que otorga la edad, debe irse temprano a coger una buseta
en San Juan con Niquitao que lo llevé a Sabaneta. «Es el colmo un nadaísta que
se vaya a acostar a las nueve de la noche», le digo provocador.
Es irreverente, habla de cómo en una reunión de los nadaístas, el nombró
a Jota, el gerente, relaciones públicas a Eduardo Escobar, como financista a
Alberto Escobar, y como portero del edificio a Elmo Valencia. Es por ese
carácter irreverente, que sus amigos no lo toleran. Ascético y sencillo a pesar
de la noche y de los vientos del licor, entrega una moneda a los mendigos que
crecen en número.
—Estoy terminando una obra, La
casa del palomar del príncipe, si esta novela no vale la pena, creo que he
fracasado en mi vida tengo sesentaiocho años—dice.
Navarro asume una vida itinerante. Alguna vez, la primera, en La
Arteria escuché que poseía una formula contra el cáncer. Luego, corregí, es un
tratamiento contra la diabetes, varias inyecciones en varios días con medicamentos
que él prepara. Así mismo parece que experimenta con la rosa mosqueta para las
quemaduras. Esa es una muestra de su vida, esa que algún día nos revelará,
soñador con la búsqueda de la piedra filosofal, con secretos habló de sus fórmulas, alquimista a su manera, siempre al
borde del abismo.
No sé si por la literatura basta sacrificar tanto, para obtener tan
poco. Pero sé que en la vida existen decisiones que pesan. Es como el momento
sublime del jugador de cartas o lo toma todo o lo apuesta todo. En él no
existen posiciones a medias: todo o nada.
Sé que su ascetismo, su relegamiento, su severidad como escritor es la
última máscara que esconde, para él que no ha sido tomado en serio porque
muestra la risa del irreverente, porque es franco y dice lo que desea. Nunca ha
usufructuado las babas de ningún poder, desde el literario hasta el político. Él encarna acaso el ultimo escritor solo sabe
que en la literatura está su ascesis, lo demás es el país literario, aquel que
no ha sido capaz, ni de escribir, ni de valorar su obra aquella que se resume
en una frase de Alguien muere al grito de
la garza: “Mi colección tesonera de pasos perdidos”.
Habría que verlo con su infaltable cigarrillo en la boca, o perdido en
los laberintos del alcohol. Él siempre con esa cultura que avasalla. Por un
tiempo desapareció de la llamada vida intelectual del país, acaso centrado y
concentrado en escribir el texto, Pescador de imágenes, o, a lo mejor, dedicado
a su obra Juego de espejos, donde
reapareció al publicar un diario local una parte de un capítulo.
En las crónicas y entrevistas los amigos cercanos le llaman Cachifo. El
diccionario entrega una noticia: niño, rapazuelo, el que está en clase de
menores, el que está en estudios de gramática latina. No sé si estas acepciones
salvaguarden su patronímico. Algunas veces él se refiere a su carácter indomable
en su niñez, que lo llevaron a estudios forzados en una Casa de Menores por
Fontidueño y a cierta marginalidad presente.
Tal vez en las páginas de los suplementos literarios, en las ferias de
libros o en las revistas pocas veces o nunca aparezca Humberto Navarro pero en
el fondo de nuestro corazón perduran ese par de obras totales sobre la ciudad.
(El Mundo,
Medellín, 1997)
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