sábado, 31 de marzo de 2018

SOBRE EL CENTRO Darío Ruiz Gómez



Fotografía de Víctor Bustamante / 2018











SOBRE EL CENTRO  

Darío Ruiz Gómez

Lo que me impresiona en este momento al escuchar y leer opiniones sobre la recuperación del  Centro de Medellín es darme cuenta  que para los  encargados de esta recuperación el estudio de la historia de éste no cuenta para nada y la tarea se reduce como lo expresaba  la joven funcionaria de Infraestructura a despejar las fachadas de los edificios, a ponerse de acuerdo con los propietarios de negocios que han colocado burdos y chillones anuncios, y hacer de Junín “lo que fue en el pasado”. Aquí se olvida el hecho que supone en un momento dado el abandono del Centro por parte de Planeación Municipal en un atentado urbanístico cuyo impacto negativo condujo a la emigración de sus antiguos habitantes hacia El Poblado y a la invasión del Centro por parte del antiguo Guayaquil destrozado  también como  espacio  contenedor de una gran economía manufacturera y comercial, generador de la primera cultura urbana del país. Con la corrupción calles como Argentina y luego la calle histórica de Bolivia se vieron llenas de prostíbulos y lugares de mala muerte y con el abandono de las casas comenzaron  a tugurizarse rápidamente los antiguos sectores de vivienda con la concesión de licencias para convertir una casa en tres o cuatro negociuchos   que con sus avisos de mal gusto lumpenizaron los lugares. Lo que supuso, según la magnífica previsión de Olano, la construcción de Junín como una mainstream con sus avisos de neón, con su despliegue visual del primer piso y sus vitrinas comerciales, Junín como un lugar de intercambio social  incorporando las nuevas tipologías como pastelerías, cines continuos, fuentes de soda y un público que decía adiós con la influencia norteamericana a la vieja aldea. ¿Cómo lograron Nueva York, Chicago, Madrid desterrar al hampa que se había  apoderado de sus Centros y devolvérsela a la ciudadanía? ¿No debieron recurrir como recuerda Bobbio a la fuerza de la justicia en nombre  de que los espacios cívicos no pueden ser invadidos por el llamado comercio informal tal como lo plantea el populismo? ¿Recuerdan la estampida de violencia  promovida por los dueños de la economía subterránea y que destruyó un sector del Centro cuyos costos ascendieron a más de 14.000 millones?

El Museo de Antioquia hizo un inventario de la arquitectura del Centro, antes se había hecho para la EDU un detallado informe sobre los edificios Art Deco un valioso patrimonio de la arquitectura moderna, el Museo se planteó como eje de recuperación del Centro ¿Dónde están  estos documentos?  Lo primero que se hace para recuperar un Centro es mantener la altura de las manzanas  construidas, reconocer la presencia, como  en nuestro caso, de una gran arquitectura moderna, renovar la vida del  sector, no congelarlo. Pero ¿Y las Fronteras invisibles, la vacuna a los más pobres? Revivir la idea del Centro es algo bien importante por los interrogantes que desata: teníamos un Centro para encontrarnos y reconocernos  ¿ Dónde estamos ahora, somos los mismos o quiénes han llegado a acompañarnos?  Un Centro no se recupera sin un proyecto integral que rescate al peatón frente al caos vial actual ¿Se ha recuperado el flujo peatonal de la carrera Ecuador, de Bolivia, Perú, Ayacucho? ¿Se ha construido la avenida que prolonga Junín y El Palo hasta El Poblado?  Peatonalizar una vía es convertir al peatón en  el verdadero actor de un espacio público recuperando para el ciudadano los intangibles significados que su memoria necesita. Un trabajo complejo.

sábado, 17 de marzo de 2018

TEATRO, LOCURA Y ÉXTASIS de Bernardo Ángel / Víctor Bustamante









Teatro, locura y éxtasis de Bernardo Ángel

Víctor Bustamante

Hay un grupo de teatro que recuerda como en Antioquia, y más concretamente en Medellín, no se ha perdido el aspecto crítico, refractario, desconfiado de un artista. Es decir, La Barca de los Locos de Bernardo Ángel y Lucia Agudelo, continúa la tradición medellinense de darle una definición y un tinte muy peculiar y personal a su obra, precisamente en un medio donde lo único plausible para el público en general, es la facilidad del espectáculo, soñar, entretenerse, es decir anestesiarse con la llamada belleza que entrega cierta inocencia venenosa. Pero esa actitud de un público domesticado aleja de obras como las del mismo Ángel, convertido en una suerte de Abaddon, cuando él golpea,  zahiere, abofetea sin compasión, cuando nos hace salir de la gruta siempre simbólica de la facilidad al asistir a teatro. De esa manera añade, persiste en definir que el teatro es una de las más valiosas de las bellas artes y por esa razón es necesario asistir allí, no a ver un espectáculo, donde la palabra montaje será un atisbo de entretención, donde el decorado queda definitivamente derruido, donde se asiste a mirar nuestra tragedia cotidiana, al vernos ante una actor, al saber que este escritor y poeta, blasfemará, criticará, nos abrirá los ojos, nos escarbará los oídos con sus diatribas, con su exacerbada actuación porque, en el no importa el llamado montaje ni el vestuario ni el decorado, porque ya se encuentra preso de la trasgresión como nadie ha escrito ni actuado,  y todo lo anterior por esa abyección en un país preso en la ignorancia o en el otro límite, el entretenimiento como causal no de cierto sonambulismo sino por la aquiescencia del arte oficial que se pavonea lujurioso y determinante en apariencia pero que solo es lo mínimo, en el país de las salas donde se puede decir, el espectáculo continúa.

De tal manera, Bernardo Ángel, en una de sus obras, en Fin de lo bonito, aparta precisamente de ese sustantivo sin sustancia porque lo bonito en él no existe, ya que el buscará otros abismos, otros limites que desconciertan: Bernardo quiso apartarse precisamente de lo bonito como veneno donde los actores insisten en repetir y el público en aceptar que se burlen de él para que vayan a casa a dormir complacientes. De ahí que Bernardo toma posesión de la palabra como medio de comunicación por excelencia donde no media ningún truco de montaje, donde no interfieren las luces, donde el decorado, el maquillaje, las máscaras, los sonidos crean la pausa para divertir. No, Bernardo llega directo con la palabra sin ninguna concesión y muchas concepciones, en él la palabra es el teatro mismo. Bernardo no se la pasa buscando especialistas en decorados, en elucubrar sobre las puesta en escena, en el vestuario, solo posee la palabra, su palabra para decirnos que todo anda mal, que es necesario reflexionar el presente, es decir, y otra vez trasgredir, estar alerta en el  nido de víboras donde todos vamos en fila hacia el abismo de lo bonito, de la hermosura. Bernardo siempre va muchos pasos adelante del teatro, en él no se fragua la complicidad de lo establecido, con él solo se avanza o se le quiere con sus diatribas, con el derecho al insulto, a la sátira, como la más sublime e impura de las artes. Porque callar es sinónimo de no señalar nada, porque Bernardo es libre. Por ese motivo La Barca de los Locos al lado de Lucia viaja en el tiempo por el río despavorido del tiempo. La Barca de los Locos viaja llena de bufones, atiborrada de teatro que no es simular sino precisamente sellar con la palabra a flor de labios que el arte no es para simular sino que se le ha olvidado y mutilado una de las maneras de ser más auténtico.

De ahí que él en este viaje no a la velocidad de la luz, o en otro medio menos rápido, podría ser por el aire, por mar por tierra, nada de eso, ya que La Barca de los Locos surta el mar del tiempo en nuestra noche oscura del alma hacia el envés. Es un viaje a través del tiempo, es un viaje donde no se viaja sino alrededor de un punto como debe ser donde el viajante, los dos viajantes solitarios, nos llevan en su barca más iluminada que nunca, a través de la indecencia de un país que calla y no acepta al otro, al que lo abofetea, a quien satiriza, a quien debe decir algo para callar ese exacerbante yo interior como lo hace Bernardo y Lucia. Es un viaje nunca cómodo, es un viaje no para turistas despabilados y ahítos de esplendores. No es un viaje con un fin determinado, con caminantes estólidos por alguna calle de una capital hermosa para ver monumentos y salir de una vez a comerse una hamburguesa. No, este viaje al lado de Bernardo y Lucia, es un viaje por las zonas sombrías que no aparecen en los dictados de las guías turísticas o de los autores clásicos que expresan sus esponsales. No, por este viaje cada jueves partimos por el inframundo, por los territorios vedados, inexpresados, ahora expresados en su palabra porque ellos ahí en ese espolón, en ese lugar al aire libre, en el Parque de Bolívar, se erigen en esta tarde lejos de lo bonito como droga referida para asilarse, ya que Bernardo nos dirá que la vida es para recrearse en la honestidad de decir algo, pero no algo de una manera insulsa. No, Bernardo nunca nos dirá así, iría con ira más allá, y siempre ha ido más allá de todos, al no poseer compromiso de ninguna índole. Ha despedazado no solo el teatro del absurdo, del teatro clásico, el teatro de muñequero, por una razón de su talento y su talante ha ido más allá que cualquier otro, ha abierto las compuertas al mundo que nunca se expresó solo a través de su palabra como hito fundamental. En él la palabra se hace verbo precisamente con su entonación rigurosa, fuerte, fundamental. En él la palabra adquiere el tono exacto, la fijación precisa; no será un adorno en su entorno para desafiar la lascivia de la mentira.
Hierático y en pos de lo sagrado, místico en pos de urdir las triquiñuelas de las mentiras y de las irrupciones de las fachadas bien pintadas y decoradas, y aún más hierático, Bernardo posee como paradoja, un resquemor. Nunca había sido publicado su teatro en un libro, pero el ahí poseía su poesía, su palabra y no quería callarse, él tenía algo que decir y de una manera contundente, sino accedía con acedia al libro, poseía su voz, desde su puerto, ahí en el Parque de Bolívar, pero él ahí en un largo viaje del tiempo no en un viaje amnésico de la luz, sino real y fustigante dijo lo que nadie dijo, su palabra es abierta, clara. Habló, gritó, bramó, auscultó con su palabra el país que pasa por la calle, a los transeúntes que van de un lugar a otro, aunque de vez en cuando sorprendía con la fotocopia de sus manifiestos.

Paradójicamente Bernardo actúa al frente del mismo Bolívar aunado al bronce de su posteridad y algo cercano a la Metropolitana donde la catedral exige su presencia para que lleve allí a la monja y al auténtico Cristo. Si los padres nunca peregrinos, curas y obispos ofician su misa diaria, La Barca de Los locos oficia su mise-en-scène los jueves a las 5 y 30 de la tarde desde hace unos 40 años.





Pero ahora, y ya como se lo merece, Fallidos Editores, dirigida por Juan José Escobar, ha publicado: Teatro, locura y éxtasis de Bernardo Ángel donde incluye cuatro de sus obras: La monja, Ni héroes ni mártires, Aúllan los lobos, y Rumbo a las Indias. (Medellín, 2018). En conjunto, en estas obras, reside la esencia de Bernardo. En La monja destruye lo sagrado, masacrando de una manera burda por la continuidad del relato. Al hacer bajar al Cristo de la cruz, luego de años de reposar ahí y convertirse en un icono, este se hallará desconcertado por saber que el mundo admira y negocia sus llagas cada año. Ante una monja llena de lujuria y un obispo que administra la fe. En Ni héroes ni mártires el ser se haya mediado por esos dos límites donde la nada fortalece la apuesta por descubrir lo que somos, aquellos que caminan ordenados en fila ejecutiva hacia la nada. En Aúllan los lobos hay una contundencia sobre el erotismo de una manera fatal, llevando al borde del delirio o el éxtasis. Y así mismo aquellos que aun perviven dentro de su espectáculo.  Rumbo a las Indias es un viaje en tren, es la utopía de un viaje que llegará a ninguna parte así suene la campana, es un viaje donde el escritor reflexiona sobre su quehacer, desconfía de los descubrimientos y reafirma que el único viaje de la vida no son sus epopeyas y la fantasía de la felicidad, de las cuales descree.

Bernardo mantiene la esencia de rebeldía, de crítica típica de la edad de los años 70, no desde el marxismo de pandereta sino desde sí mismo. Ha construido su misma concepción solo mediada por su palabra, por su visceralidad, cuando irrumpió, él supo desde ese momento que su teatro era su cruz. Él presidiría sus obras en medio de la insensatez circundante que solo tuvo el silencio, la indiferencia del medio que huye cuando él habla, cuando él escribe, cuando sus coterráneos corren detrás del éxito.

Bernardo siempre saltó escollos, superó la indiferencia, fue más allá y se mantuvo firme en la seducción de su existencia. Él solo tuvo una meta, y la ha cumplido, el derecho a la sátira. Además de Ser actor  y otro más relevante, ser escritor de sus propias obras. Cada una de sus palabras, al representarlas, son su carne y su sangre. Por esa razón en ellas no se habla de los ensambles, de la adaptación, que es solo la significación de la sequedad personal para decir lo que escribieron otros. Bernardo se respeta y respira, y, así mismo, da su versión del mundo que, lacerado habita, y el cual vapulea cada que mora en su teatro.

En la dedicatoria de este libro, Teatro, locura y éxtasis, Bernardo añade: “Un libro sale del tiempo/ festeja su aroma /Nos ama y nos enloquece por dentro / es la sustancia del cuerpo/ Pero no hay que olvidar que / a un libro lo forjan otras presencias/”. Así Bernardo Ángel.


RELATOS MORALES Y NO TAN MORALES / Iván David Currea





RELATOS MORALES Y NO TAN MORALES

Iván David Currea

Tiempo:

Van dos personas caminando, cada una por un diferente lugar, ¿Dónde? En ninguna parte. Al cabo de varios años, miles tal vez, tras una corta caminata, se encuentran estas dos personas. Ambas se sorprenden con una leve timidez, pues no habían visto rostro alguno desde hace algún largo tiempo. Se saludan e inician a hablar. Tras una corta plática, unos cientos de días tal vez, una de las personas decide preguntarle a la otra: “Y tú, ¿Por qué estás aquí?”. A lo que la otra responde con un inmenso aire de melancolía (como llevaba haciendo la mayoría de tiempo): “Me deprime la tristeza”. La primera persona empieza a reírse fingidamente y le dice: “¡Pero qué tonto! Es de suponer que la tristeza debe deprimir, no te sientas raro”. Su compañera al oír esto pone gesto de rabia y le responde: “¡Mentira! He conocido personas, he conocido lugares, he conocido a Dios, y he podido comprobar que la tristeza alegra a ciertas personas, a otras en cambio las sorprende, a otra las intriga, a otras las enoja. Pero si hay algo cierto es que la tristeza jamás debe deprimir, o dime, ¿Acaso has llorado al darte cuenta de que estás metido en este tiempo sin sentido?”. La otra persona no responde, pero se queda pensando y concluye preguntando: “¿Por qué no has acabado con esto entonces?”. La persona responde: “En esta vida no nos debemos apurar, pues en esta existencia, tiempo es lo que nos sobra”. Se despiden formalmente y siguen su ruta por lugares distintos. Sin rumbo, sin esperanzas. Tal vez sigan avanzando sin camino, planteándose preguntas absurdas y esperando encontrarse nuevamente, y muy probablemente, pero en un tiempo muy, muy lejano, cientos de miles de años o más, se encontrarán. Hasta entonces solo queda caminar y ver cómo pasa el tiempo.



Una historia indiscreta:

Adolescente, impulsivo, ansioso y virgen. Este es Brenton, un chico de catorce años víctima de la violencia familiar, pero no se sientan mal por él, en el país donde vive esto es absolutamente natural, y ni a él ni al resto de su círculo social les afecta esto así que da igual. Brenton tiene cuatro especiales cualidades, y las cuatro están relacionadas con la adicción: adicción al pegamento, adicción a la heroína, adicción a la cocaína y sus derivados, y la última y más especial, adicción a la masturbación.
Brenton es partidario del placer, y piensa que esto debería ser el centro de la vida de cada humano, pero entiende que no puede controlar la vida de los demás, así que solamente pone en práctica esta filosofía con su vida.
Brenton se vio obligado a acabar con la vida de otro adolescente de su colonia, pues éste quería quitarle su revista pornográfica, el único elemento literario con el que creció, él, al realizar esta acción sintió un placer distinto, un placer nuevo, un placer que no sentía al inyectarse, ni al oler una línea de perico, ni al inhalar solventes, y lo que más le sorprendió, un placer que no se podía comparar con la infinita y hermosa sensación que sentía al eyacular sobre sus manos. Ahora Brenton tiene una nueva adicción, una quinta cualidad.
Hoy Brenton se da placer en una celda mugrienta, y no por haber matado a ese otro muchacho, pues a quién le importa la vida de un indigente. Hoy Brenton se pudre en una celda como consecuencia de acabar con la vida de su santa madre y del imbécil de su padre, y unas cuantas personas más que a nadie le importan, y qué honor más grande que ser asesinado por la sangre de uno mismo, por esta razón Brenton en su celda no se arrepiente de nada; pero lo que más le gusta a Brenton de este hermoso lugar es que puede estimularse en paz, y bueno, algún que otro día cuando los otros presos entran a jugar con él, es doloroso pero piensa que vale la pena, una nueva adicción está naciendo, una sexta cualidad.
  

 Inocencia:

Miradas de culpa caen sobre mí,
lluvia ácida de incomodidad recae en mi rostro aparentemente contento.
Es difícil caminar así, sabiendo que no todo es igual,
que cada paso que doy es un paso que me acerca al juicio del que soy juez, abogado, acusado, y por qué no, jurado.
Ahora es tiempo de demostrar mi inocencia, todo está a mi favor.
Me pregunto y me doy cuenta que no tengo que demostrar nada,
si es mi ser el que inspira tal degradada emoción de culpa sobre mis acusadores, así debe ser, cumpliré con mi papel de mesías y no haré nada, decisión constante a lo largo de mi vida.
Me queda probar mi inocencia ante mí mismo,
me queda aún esperar un veredicto dictado por mi corazón, mi razón, y tal vez mi sentido del tacto.
Soy inocente, lo sé, siempre lo sabré,
aunque este don siempre me hará parecer culpable,
aunque todo siga a mi favor,
aunque todo siempre haya estado a mi favor,
aunque la inocencia sea evidente y se pueda olfatear el día de mi juicio
jamás podré demostrar mi inocencia ante mí.
Esperaré el juicio, pues no tengo nada más que hacer,
lo estaré esperando tomando una buena dosis de cianuro
dentro del ataúd que me tiene atado a este juicio sin sentencia.

  
Una triste visión del recuerdo:

Olvido mío que veo reflejado en el anaranjado del atardecer,
atardecer de un nuevo día lleno de frustración, de aburrimiento;
color naranja camuflado en el escondite del sol,
que demuestra estrés, odio y fastidio;
nostalgia que invade el nuevo día, el nuevo año.
¿Qué sentido tiene recordar,
cuando recordar es el acto más grande de egoísmo,
cuando la tragedia se convierte en rutina
y ante esto solo se puede fingir indiferencia?
Olvido que me causa tristeza…
Va siendo hora de abandonar la nave del recuerdo.

  
Un amanecer sin rocío:

Y aún encerrado en cuatro paredes,
siento la vista encima de mí; nervioso y aterrado pero conforme
me he acostumbrado al calor de la fría brisa
que inunda las mañanas de melancolía a su paso…
Una melancolía con sabor a esperanza de cambio,
de un nuevo día lleno de lo mismo
con aires de provecho, pero a fin de cuentas lo mismo.
He intentado huir de estas paredes, es fácil,
es mi deseo de permanecer junto a lo que me causa dolor,
a lo que me recuerda que puedo sentir,
lo que me hace quedarme aquí, atrapado,
es mi deseo estar acá,
rogando a gritos al dios que me abandonó aquel día
que me saque de aquí,
y así poder escupir en su mano cuando sea tan amable de tendérmela.
Mientras llega ese día estaré escuchando canciones de locura encerrado,
así me acostumbraré a cuando tenga que ver el mundo con mis ojos.


martes, 6 de marzo de 2018

Vindicación de Agustín Goovaerts / Víctor Bustamante / 58. Patrimonio Histórico de Medellín





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58. Patrimonio Histórico de Medellín

Vindicación de Agustín Goovaerts

                                               Para Luis Fernando Molina Londoño
Víctor Bustamante

Desde afuera  la mole uniformada, compacta. Ya cerca, llama la atención la diversidad de formas que la han nombrado, la asimetría de sus detalles, ya sea en los muros con cuadriculas, en las ventanas, en el relieve de las puertas; todo perfilado con una dignidad, con un cuidado, que de inmediato remite a querer indagar los diversos nombres de sus ventanales y arcos, de sus columnas y pisos, así como a saber que ese es el legado que remite a un estilo muy específico, el gótico flamenco, y como, a través de su creador, de su artista, ha dejado un legado, ya que para construir ese edificio, ha sido necesario que el azar gestione sus encuentros, que Goovaerts haya estudiado con Horta y que a alguien en Medellín, Pedro Nel Ospina, se le haya ocurrido buscar un arquitecto en Europa para que traiga la memoria inmensa e inmersa en este estilo para que Goovaerts conceda algo diferente en la abrupta y, a veces, descuidada y titubeante arquitectura de la ciudad, donde incluso muchos de sus colegas por pura envidia al no acceder a los contratos públicos denostaron de él hasta hacerle la vida imposible, pero él en su dignidad nunca discutió con sus detractores. En el fondo sospechaba que había dejado una obra muy superior a la de los canallas que lo sacaron de la ciudad.

La lista es larga Tulio Medina, ¿dónde están sus obras? El envidioso de Pedro Nel Gómez, que refería acerca de su estilo como mojigato, a pesar de haber sido su alumno, y no solo criticó el estilo del Palacio de Calibío, sino que rediseñó el Palacio Nacional también de Goovaerts con ridículas losas de granito que quedaron como un esperpento durante muchísimos años. Todos ellos aun buscan el estilo de una arquitectura nacional en el pozo sedimentado de sus odios sin encontrarla. O como presentar el inusitado juicio de León de Greiff, que la citaba con su chiste flojo y su acedia, la Abadía de Goovaerts, sabiendo lo que le ocurriría más tarde a él mismo con su barroquismo poético a ultranza, y a la misma incomprensión de su poesía y a la diversidad de sus heterónimos, tan relegados.

Ante esta caterva de detractores, en tumulto y con la crisis económica, no se pudo acabar el edificio ni la presunción de tumbarlo muchos años después, y menos, el maltrato debido al hacinamiento y el deshonor de la burocracia rampante, acostumbrada a  su mal gusto, que deterioraría durante unos cincuenta años el interior con paredes de ladrillo, con mezzanines de afán, con el rompimiento de pilares; toda una relación de improvisaciones que casi lo destruyeron. Por fortuna una idea fulgurante se dio en la ciudad al recobrarlo, y por ese motivo aun lo vemos imponente, silencioso y detallado, preciosista y extraviado. Es más, Goovaerts no alcanzó a terminar su obra de arquitectura, fue reemplazado, y la continuó un alumno suyo, Jesús Mejía Montoya. A pesar de ello se quedaría un año más, sin cobrar, asesorándolo, luego este sería substituido, por influencias políticas, por el anodino Florencio Mejía Villa, quien aseveraba que se debía terminar la obra pronto ante lo que llamaba de Goovaerts,  su fantasía extravagante.

Por fortuna no lo destruyeron para construir uno más “moderno” como pedían algunos áulicos en los años 70 - 80. Y ahora, frente a él, llama a que entremos. Es imperioso visualizarlo más, sorprende la manufactura de la multitud de ventanas, con sus arcos y detalles, con sus florituras y desvelos de su creador, con las molduras de sus puertas y de sus portones de acceso. Es indispensable mirarlo desde la calle, repasar sus detalles, que es lo que hace grande una edificación. Los ventanales no son uniformados, los frisos recamados en molduras de cemento, en las ménsulas discretas, así como su continua orfebrería, porque esa es la palabra para describirlo, ideada con la paciencia y sapiencia del poeta, porque Goovaerts lo fue en su destino de arquitecto. Hay tanta simetría, tanta belleza en su concepto que pasados tantos años, 90, luego de los avatares para su construcción, que cada que lo vemos, cada que entramos en él hay un detalle incomparable que lo recobrará: arcos ojivales, arcos reducidos. Goovaerts fue tajante, el edificio debía ser gótico flamenco. Esa exuberancia le molestaría a ciertas personas acostumbradas a cualquier cosa, a la élite analfabeta, como al público de empresarios montañeros lleno de industrias. Nunca entenderían la tracería, los arcos, los pináculos, los gabletes, los rosetones, las gárgolas, los vitrales. En conjunto, quienes rechazaron a Goovaerts, nunca vivieron un proceso de Ilustración.

Al  llegar al portón hay que reparar en su elaboración cuidadosa, ya que augura que entraremos a otro mundo, a otro espacio. El portón es el filtro de ingreso, pulcro tamiz con su color café, con dos vidrieras dispuestas con rejillas de hierro que contrasta con la acogida de los visitantes. Es decir, da la bienvenida. Es tal su saludo que no queda más que saber que el interior del edificio nos deparará el refinamiento de su arquitecto. Poso mi mano en la cerradura de bronce. Y es que caigo en cuenta que los detalles, los adornos, desde las cerraduras, sus arabescos, no fueron realizados en serie. Cada una de las partes es única, así como el mismo edificio posee su peculiaridad, es irrepetible. La nobleza de la madera con su color café, se abre para que prosigamos.

Una sucesión de preguntas aparece debido a la iluminación que se filtra por las ventanas a las escaleras que invitan, a que un celador indague, y, sobre todo, a querer pasar las otras escaleras que llevan a los otros pisos, pero aún estamos en el primero ante la sucesión de puertas a cada lado de los pasillos, y es entonces cuando sabemos que su elaboración fue ejecutada por los artesanos de la Ebanistería Callejas en los Talleres del Ferrocarril en Bello. Toda una proeza traerlas hasta la Estación Villa y de ahí hasta el lugar a lomo de mula, donde encajarían con precisión. Mirarlas es sinónimo de aprendizaje, de más preguntas, por el diseño, por el cuidado, por las partes de vidrio con nervadura de plomo, que encontraría toda su elación en los vitrales de la Asamblea obra de los talentosos Arturo  y Horacio Longas.

Palacio de Gobierno / Gabriel Carvajal / 1970

Sí, entrar, rebasar la mirada fugaz del turista, indagar, responder la pregunta acerca de la necesidad de descripción en cada detalle que sorprende, dejado por Goovaerts. Me gusta lo espaciado de los salones con doble altura, que acogen con magnificencia, las baldosas con un rango descriptivo diferente, como si su autor quisiera huir de la uniformidad, darle su sello a cada uno de los momentos creativos, una impronta, una identidad al palacio que nunca se terminó y del cual se construyó una cuarta parte.

Mis manos no solo acarician las paredes, sino las puertas con sus rejillas y su cristalería de vidrio martillado dispuesta para que solo entre la luz rebajada y no la mirada del curioso. Reparo en las columnas de cemento, ese cemento importado, portland, traído en barriles, así como las varillas de hierro. Su autor quería darle a la ciudad un edificio único como en verdad lo hizo. Mis manos no solo repasan la textura de las paredes, sus elementos, franquean por los pasamanos de granito de las escalas donde las balaustradas en esa descripción solo pueden verse aquí. Mis manos prosiguen por los pilares no solo por su cuidado, tan esmerado, sino porque este edificio fue hecho a mano, manos para los planos, manos para encalar las paredes, manos para pegar los ladrillos, manos para erigirlo en andamios, manos para disponer las baldosas; síntesis de manos de artesanos hundidos en el olvido. Por eso el cuidado, por eso el detalle, por eso su representación.  Los muebles dibujados por Goovaerts fueron tallados por diversos ebanistas y maestros carpinteros como Francisco Callejas, Ubaldo Molina, Canuto Acevedo, Rosendo Muños y Juan de la Rosa Castellanos.

Imagino a Goovaerts, en su oficina de la esquina de Calibío con Cundinamarca, inmerso en la elaboración de los planos acuarelados, en la disposición de su interior, en el tesón de su creatividad para entregar una propuesta inimaginable, junto a sus diversos colaboradores, en diversos momentos: Félix Mejía, Roberto Vélez, Jesús Mejía Montoya, Dionisio Lalinde, Florencio Mejía Villa, Horacio Longas, Gonzalo Restrepo Álvarez. De sus planos, unos 1377 catalogados en 1927, así como 1080 en ferro prusiato, solo ha quedado un cinco por ciento lo cual evidencia la desmesura y el abandono, similar al archivo de música que ahora funciona allí, me refiero al de Hernán Restrepo Duque, que ya ha sido saqueado, sinónimo de lo que somos, decidia y el imperecedero presente que se desliza ante nuestros ojos sin ninguna pregunta, hasta almacenarse en archivos que se consideran basura.

Cuánto sobrecoge este lugar donde la memoria aún está intacta en sus paredes, en sus columnas, en los portales, en las vidrieras de sus ventanas. Cómo sobrecoge el paso del dibujo a la maqueta, los detalles del interior, como el brillo de los pisos con sus grabados que dejan ver un  momento de creatividad, y también, como tres grandes artistas, Horacio Longas y Carlos Arturo Longas estuvieron involucrados en él, así como Bernardo Vieco.

Detrás de las ventanas, detrás de los vitrales, se traspira la luz, baña los salones, las escalas, define la textura de su entorno; es a veces densa, otras veces suave, otras casi imperceptible, posee esos grandes ventanales que no solo permiten mirar hacia afuera sino que la luz entra con su ímpetu desde las mañanas, dando a cada espacio su tersura necesaria, facilitando para los salones esa gratuidad de sentirse visitados, ya que al traspasar por los vidrios y atenuarse un poco ante la diversidad de dibujos, mengua de una manera casi perfecta para darle al sol la iluminación evanescente, necesaria en las tardes.

Zaguanes, pasillos, vestíbulos, salones, escaleras, pilares, rosetones, contrafuertes, pináculos, gabletes, arcos, ménsulas, frisos, tracerías, arbotantes, los ajimeces, arcadas, fustes, astrágalos, arquitrabes, exuberancia que vemos sin saber qué definen y enseñan, bosque de palabras al interior. Muchas de ellas ya no se nombran, no se pronuncian.

Goovaerts había pensado en esas grandes escalas, como un homenaje para que los diputados entraran a las sesiones de la Asamblea Departamental, al gran salón de  Los Pasos Perdidos, donde ellos caminarían, conversarían, afinarían sus discursos y proyectos, y de tanto caminar sobre la alfombra roja, ya indecisos, saldrían con algo muy diferente a lo proyectado. Aquí se fraguó el espíritu del departamento en tantas discusiones, en tantos proyectos que, inacabados o cumplidos, dieron rienda suelta a la perspicacia, y que, a lo mejor, los diputados, no repararon en su jerarquía al estar sumidos en la carnalidad y eventualidad del ensimismamiento político.  

El recinto de la Asamblea fue embellecido con ocho medallones de Bernardo Vieco, de los cuales se perdieron dos, más tarde con una pintura de Gómez Campuzano. Aquí entramos con la aquiescencia de la cúpula como definición y una forma de atrapar la idea del cielo, como si su autor, bajo su bóveda, quisiera dar una alegoría de su percepción y respeto a la democracia, junto a la cortesía en los vitrales de Carlos Arturo Longas elaborados con una técnica para que filtrara la luz natural sin el color de los vitrales. Una lámpara pende desde ella y araña con su luz e ilumina. Aquí se siente el recogimiento, lejos del bullicio de la calle. Aquí en este salón se tomaron decisiones drásticas, entre discusiones y debates inusitados. Uno de ellos la venta del Ferrocarril de Antioquia. Durante casi un año desfilaron, discutieron diversas voces en pro o en contra de vender el codiciado e histórico medio de transporte.

En el interior hay escalas amplias para que los visitantes suban en grupo y conversen, hay otras escalas estrechas en la parte posterior como pequeños laberintos para que suba una sola persona rápidamente, para que se comuniquen con los diversos salones, otras oficinas. Sí, este edifico fue construido para lo efímero, no solo del poderío sino de los visitantes, de los tramitadores, de los secretarios, de los diputados, del gobernador. Aquí obtenían su sede durante cuatro años, luego vendrían otros.

Hay una fotografía de Goovaerts, siempre tan elegante, siempre tan señor, en los inicios de las obras para el Palacio de Calibío. Podemos verlo detrás de algún portal donde se situó a mirar la cámara mientras proseguían los trabajos. Es la única foto que he visto de él cuándo hacía una pausa para indagar sobre la prosecución de su obra. Hay otra con su familia en su finca de la América donde recuerda que tuvo hijas nacidas en la ciudad.

En la terraza, a pleno sol, los pináculos se enemistan contra la uniformidad; poseen un elemento de adorno, con las veletas de hierro apretándolos como bases; parece que resguardaran el edificio. Aquí la naturaleza adquiere su libro, ya que hay trazos, remembranzas, ya sea en hojas de hierro, escamas de pez en asbesto de la cúpula y de los cupulines. Desde aquí veo la parte más sensible y significativa, la cúpula más alta seguida por la linterna con sus ventanas que le dan cierto misterio, ya que al subir allí, por sus escalas de madera, trasmiten cierta sensación de extrañeza. Es entonces que miramos las gárgolas furiosas que acechan desde ahí, como si nos fueran  a morder con su rostro terrible, de hienas con sus fauces sedientas, antes de que un cupulín termine rematado por otra veleta. En su simbología, estas gárgolas, resguardan todo el conjunto, vigilan a quien ose acercarse. Metáfora de Goovaerts para referirse a sus detractores, para que valoraran su obra. Los arbotantes sostienen lo lateral de la cúpula, y entonces recuerdo que en estos nombres amorosos para describir esa arquitectura, han quedado como una ilusión, aquella que definió una manera de construir y no nos dimos cuenta.

Palacio de Cultura / Rafael Uribe Uribe/ Babel/ 2018

Cuando la dictadura de Rojas Pinilla y aquí celebraban el concepto de antioqueñidad. El gobernador militar Pio Quinto Rengifo, había patrocinado a un grupo de artistas para erigir la escultura del cacique Nutibara, allí es posible ver a José Horacio Betancur y a Oscar Rojas. Al fondo se ve la entrada lateral al Palacio de Calibío; la foto es valiosa porque ya se define el carácter de la plazuela. 

En la década del 60 quiero recordar el caso inusitado de Don Luis Vásquez Jaramillo, oficial mayor de la gobernación de Antioquia, cuando trabajaba en su oficina  durante toda la noche. Paciente, elegante y conspicuo, utilizaba cubremangas para que siempre se vieran blancas e impolutas sus camisas, mientras anotaba, disponía y guardaba los documentos en los archivos, los cuales se constituirían en la hoja de ruta en la historia de cada gobernador. Su oficina tenía una puerta aledaña a la del gobernador y era la única persona que podía responder al teléfono, ya que podría recibir llamadas del presidente de turno, ya fuera Lleras Camargo o Guillermo León Valencia.

En la entrada principal, Bolívar con Calibío, del Palacio de Gobierno, que era la única que permanecía abierta durante toda la noche sin necesidad de vigilancia, era posible ver las luces encendidas de su oficina hasta la madrugada. Era llamado, además el gobernador nocturno,  ya que atendía a los diversos llamados de los alcaldes del resto del departamento que buscaban solución a alguno sus problemas, debido a la delegación de sus funciones y a la confianza de gobernadores como Darío Mejía Medina, Alberto Jaramillo Sánchez, un gran bebedor que no perdía el juicio y a quien nadie seguía en sus libaciones, José Roberto Vásquez fumador empedernido que manchaba sus elegantes vestidos de color negro, e Ignacio Vélez Escobar.  

Nunca se ha escrito una historia de la vida cotidiana dentro del Palacio de Calibío, menos de sus alrededores. Este tipo de eventos van de boca en boca o se rastrean de soslayo en algunos artículos de periódicos, o en el rastro cautivo de quienes allí trabajaron, es decir, esta historia se diluye en el eterno presente en que vivimos y en la comodidad sin reflexión. Este edificio irrespetado por el Metro en su paisaje, en su visual, ahora perdido entre la multitud y griterío de vendedores, en su mudez, posee una rica e imperecedera historia, fascinante, además, de los entresijos del poder y de su abyección durante sus  años de esplendor.

En este orden de ideas, nadie como Diego Calle Restrepo, a quien no le faltaba el aguardiente en una de sus gavetas, y a quien León de Greiff en 1971 menciona en uno de sus poemas, “En el Alto de Otramina / quedó atrás Titiribí / me topé con Diego Calle / colorado como ají, / por culpa de tantos tragos / que él bebió y yo bebí/”. Versos que podemos leer en la Estación metro de Prado. Además, Calle Restrepo, cuando ocupó un puesto diplomático en Nueva York no solo agotaba las existencias de aguardiente antioqueño sino que escribiría, “Las décimas del aguardiente”, aquellas que empiezan: Mi querido amigo Luis: Hace seis meses corridos / que aquí en Estados Unidos / suspiro por un anís. / Porque en este gran país / por espantosa ironía / cualquier cosa se haría / que la fantasía invente / pero un trago de aguardiente / nunca se conseguirá. /

Pero también hubo un gobernador, Octavio Arizmendi Posada, aquel de esa frase que casi nos mata de ironía, “Por Colombia,  los antioqueños podemos hacer más”. Era posible verlo de correría por los pueblos con su sombrero aguadeño, de carriel y poncho, regalando yunques como alegoría al trabajo. Él había sido jefe de los Boy Scouts, seguidor ardiente y ferviente del Opus Dei, no fumaba ni bebía; era considerado cardenal de esa cofradía.

Palacio de Cultura Rafael Uribe Uribe / Babel / 2018

Desde afuera, en las calles que rodean el Palacio de Cultura, sí, en la calle Bolívar en el 70, que es cuando lo conocí, era una calle noble por donde pasaban los buses sedientos de pasajeros, y diagonal miraba el otro edificio donde quedaba El Correo. Calibío era la calle donde era fácil ver a los políticos con su gloria efímera donada por los devaneos de la democracia, junto a los tramitadores en el Café Calibío, donde también llegaban los políticos de pueblo con sus cajas de cartón amarradas con cabuya para politiquear o pedir algún favor para su municipio. También, en ese maremágnum, escuchaba la sapiencia de los políticos de postín, que referían los diversos movimientos de la burocracia, que sabían de ordenanzas, qué se comentaba acerca del gobernador de turno.

También en esa calle existía, en la esquina con Bolívar, el Café Astoria, donde recalaban algunos políticos ya fuera diputados, ya fuera líderes comunales, empleados públicos y contratistas, pero también periodistas que iban a cambiar sus cheques ya fuera por licor o por surtido, cigarrillo o rancho. Allí era fácil ver en otro tiempo al poeta León Zafir considerado el embajador de Anorí, tramitando favores a sus paisanos. O saber del caso desusado de la líder comunal, Carolina Rúa, siempre tan femenina y del partido liberal, quien ostentaba un espeso bigote y barba, así como abundantes vellos en sus manos y piernas, sin importarle los comentarios de los otros políticos y curiosos. Ella acudía a este café a preparar sus reclamos o propuestas políticas antes de entrar al recinto suntuoso de la Asamblea.

Pero volvamos al edificio y dejemos esas historias casi olvidadas del Palacio de Calibío. La otra calle, la trasera, Carabobo, ya parecía un suburbio con negocios de cantinas. Al doblarla hacia arriba estaba la calle de los peluqueros, el Pasaje Camilo C. Retrepo, que desemboca a Bolívar.

Palacio de Cultura Rafael Uribe Uribe / Babel / 2018

Cuando funcionaba en su interior la Secretaría de Educación, por supuesto, que el hacinamiento y la pésima ubicación de sus oficinas daba un paisaje interior remendado y desordenado. Esta oficina en el segundo piso le causaba un perseverante daño al interior del edificio con sus tablas de jaiboa. Allí se cerraba el portón que da a la otra entrada  para evadir la procesión de maestros que venían a reclamar con sus mítines reiterativos.

A la parte trasera, ahora frente al Parque de Botero, en el primer piso entro, entramos, al patio que da la impresión de que este lugar parece inacabado con respecto a  la elaboración cuidadosa del resto del edificio. Aquí hay un jardín verde fraccionado en cuatro partes, sus callecitas que lo dividen llevan a una fuente. En este lugar silencioso prosigue el rumor, la música que destila el agua al caer, al resbalar, al rebosar la taza de la pileta, como si la soberbia de sus constructores, además de su talante y su talento, debieran mantener en un remanso el plus de su creatividad y de su cercanía a la naturaleza, a la vida.

Este edificio, el más hermoso de la ciudad, desde sus comienzos sufrió los ataques, los devaneos municipales, los avatares, las envidias, los desalojos, los abandonos, y mucho tiempo después, una feliz recuperación al ser restaurado en 1980. Pero hoy 17 de octubre del 2017, asistimos con el deseo de celebrar ese homenaje, los 90 años de su construcción. Había expectativas de querer saber más, de aprender más sobre su creador, sobre su preservación, sobre su destino. Lo que fue el recinto de la Asamblea Departamental lucia su esplendor, se destilaban por sus vitrales y ventanas los rayos de luz como fue concebido, y había una atmósfera precisa que respiraba la dispersión de las luces atenuadas. Pero cuando la presentadora leyó a las personas del panel, el nombre de la directora del Instituto de Cultura del Departamento, con sus títulos, pregrados, posgrados, doctorados y todo tipo de bisutería, fue que caímos en cuenta que estábamos en Medellín, y que lo que cada uno habló, empezando por Isabel Cristina Carvajal, su directora, más pendiente del whatsApp, y su estulticia, dio muestra de lo que es la definición de cultura para los administradores: la inercia y la bobería total. De los panelistas, una de ellas la arquitecta, Beatriz Adelaida Jaramillo, habló de Goovaerts de una manera tan pobre, tan desconcertante, que decir ridículo sería poco. Luego habló Martha Helena Bravo de Hermelin, muy puesta en su orden, del tema general de patrimonio, y de ella misma. Luego, como siempre hacen los ejecutivos al llegar tarde, Gabriel Jaime Arango se refirió a algunas facetas de Uribe Uribe con mucha sapiencia, pero olvidó el pésimo militar que fue. El público quería escuchar sobre Goovaerts, de su talento, no del político y del militar que ahora ostenta su nombre en el llamado Palacio de Cultura.

En este acto improvisado con cartel y todo, por supuesto, la presencia del gran Agustín Goovaerts no estuvo presente en su dimensión, cada vez se borra más ante estos funcionarios impúdicos. No sé por qué razón olvidaron para este acto a expositores de valía, como Darío Ruiz Gómez, Luis Fernando González,  Guillermo Molina o al profesor e investigador Luis Fernando Molina Londoño.

El 10 de marzo de 1920 Agustín Goovaerts llegaría a Medellín.
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Bibliografía:
-Molina Lodoño, Luis Fernando: “Historia del Palacio de la Cultura “Rafael Uribe Uribe”, vida y obra de su Arquitecto”, 1990.
-Molina Lodoño, Luis Fernando: “Agustín Goovaerts, representante de la arquitectura modernista en Colombia”. Bogotá, Colombia: Banco de la República, N. 33. 1995
-Palacio de Calibío, Gobernación de Antioquia, Medellín, 1986.





Palacio de Cultura Rafael Uribe Uribe / Babel / 2018







sábado, 3 de marzo de 2018

Puesto de Combate 84 de Milcíades Arévalo / Víctor Bustamante


Puesto de Combate 84 / Milcíades Arévalo

Víctor Bustamante

Ante lo que alguna vez llamaban Deleuze y Guattari, crear “máquinas de guerra”, en el sentido de existir, pero construyendo y produciendo ante una realidad que no está aún terminada ni determinada; o sea, ante el derecho a que la existencia sea digna y vital, apuntan a que es necesario crearla y, sobre todo, mantenerla a flote  para mostrar y compartir su trabajo literario desde diversas ópticas. En esta dirección, recordemos como las últimas grandes iniciativas en materia de revistas relevantes de este género han sido disimiles en Bogotá. Letras nacionales, en los años 60, dirigida por Manuel Zapata Olivella, daba más énfasis a escritores nacionales. Le dio cabida a diversos movimientos, y opciones creativas. Una de ellas, la discusión de Gonzalo Arango con Jorge Zalamea. Otra donde se le hace un homenaje al gran León de Greiff, y allí mismo la escritora Fanny Buitrago reniega del nadaísmo.  Otra revista, Nadaísmo-70 se publicó unos 8 números, y era más que un grupo muy unido, muy temido, que abrió las puertas a cómo mirar la literatura de otra manera, lejos de la comodidad de diván, nunca selecto del realismo mágico y de la escritura de la tierra. Golpe de Dados muy articulada a su director, con un ego muy grandioso y de una poseía muy urbana en el sentido estricto del término, como fue Mario Rivero. Aun, en estas revistas, existía el derecho a la esperanza, es decir a la utopía, como la manera de una generación a establecer sus preguntas, sus dicterios, su poesía. Me refiero a estas tres revistas por ser iniciativa de personas que necesitaban instaurar su presencia en la capital, paradójicamente escritores llegados de afuera de Bogotá, pero ya establecidos allí. Eco, con Juan Gustavo Cobo Borda como jefe de redacción, conjugaba escritores extranjeros con algunos del país. Su lectura era, aún es, un preciado encuentro por la probidad y por los autores que abrían esa ventana para comprender otras sensibilidades; además era el tesoro publicado por la Librería  Buchholtz. Luego hubo un intento del inefable Moreno-Duran, con su prolepsis, por establecer un émulo latinoamericano de Quimera, con licencia de la edición española, que duró pocos números, ya que, como su nombre lo definía, era más latinoamericana, es decir pendiente de lo de afuera y no del país, de las entrañas de la creación colombiana, por una razón de peso, RH quería el reconocimiento exterior, lo cual no llegó como lo buscaba, y así la revista naufragó al convertirse en un refrito de su original. No me referiré a El Malpensante, ya que como lo definió alguno de sus directores, Mario Jursich, el de los Glimpses, durante un encuentro de revistas en Medellín, que ellos andaban más pendientes y pensantes en la literatura anglosajona, motivo por lo cual, creo, también deberían buscar sus lectores allá. Prefirieron más al admirado Wilde que a Gonzalo, o a cualquier narrador de alguna parte del país, en ese énfasis del arribismo intelectual del acomplejado colombiano. En este mismo sentido marcha Arcadia produciendo refritos de afuera, más sintonizada con lo exterior, y eso sí sin ninguna utopía debido a los negocios y a la manipulación de sus marcas publicitarias, es decir, el mundo acaramelado del márquetin editorial y del espectáculo, con una definición muy propia: la cultura del entretenimiento, nunca de la creación personal. No me referiré a los leídos y extrañados suplementos editoriales de los diarios porque hace años naufragaron, cuando el periodismo olvidó que venía y viene de la literatura y dejaron de lado a los creadores, por el servilismo con las noticias, lejos de la poesía como estremecimiento nacional y cerca al fútbol como anestésico mundial. Es decir el camino que ha llevado al analfabetismo en medio de todas las posibilidades de lectura.

Por esa razón recobro la labor de Milcíades Arévalo lejos de esas disquisiciones. Él, más práctico, ya se había dedicado a poner a prueba, Puesto de Combate, aquí en el trópico traidor, otorgándole a su revista un aire diferente, donde caben los escritores del país, ya sea de algún rango creativo notorio, así como aquellos que comienzan y despunten con su talento. Por esa razón al leer u último número, el 84, se evidencia aun ese propósito de Milcíades, apartarse de la élite bogotana que aun piensa que son ellos quienes deciden en conjunto, añadir quien es el poeta nacional, así en mayúsculas o el novelista a promover, dejando de lado o que se escribe en el resto del país, que es una sucesión de ciudades. Total, en esta revista creada desde 1972, es posible rastrear la literatura que se ha escrito en Colombia. Milcíades lo ha hecho posible, desde su bonhomía, su magnanimidad, y, sobre todo, al alejarse de lo establecido porque él ha salido a visitar esas ciudades para escuchar y leer otras voces.

Este número trae material de lectura significativo. Material donde se entrelazan ensayos, conversaciones, poemas, entrevistas. Es decir, una ventana a la creatividad. A los que en su momento tienen que decir algo y lo dicen porque estas páginas de Puesto de Combate están abiertas para el diálogo, para la apertura, para vivir en estas páginas el quehacer literario.

Hay un texto sobre Luis Vidales escrito por su sobrino poeta donde revindica uno de los libros de poesía más esenciales y pocos mencionados en la poesía colombiana: Suenan timbres que es un libro que deja ver el humor, deja notar la sensibilidad de un poeta que sacude, en su momento, la forma de escribir en el país. Un país donde Julio Flores-Negras, al decir de Gonzalo Arango, se había enseñoreado con su poesía mortuoria y sentimental. Además, cómo olvidar a Luis Vidales, junto a Luis Tejada, a León de Greiff que formaron ese grupo, Los Nuevos, acaso el grupo poético de más influjo en el país en la década del 20.

Otro texto que llama la atención, es el cruce de cartas entre Robinson Quintero y Jorge García Bustamante. Robinson, lejos de su isla, insiste en contar que lee una biografía de Esenin, y más aterrizado García Bustamante persiste en recomendar que lee Arenas movedizas de Henning Mankell. Este diálogo, aunque Quintero insiste en verse como erudito, a veces se apaga, otras veces se reactiva, ya que son correos electrónicos, con algo meritorio, nunca escritos de afán sino regresando al género epistolar, donde García Bustamante menciona a Porfirio y le da cierto sentido a sus deseos de proporcionar pasión al intercambio, así critique tanto la llegada del papa, lo cual le molesta que vaya a México. Prosigue Robinson Quintero mencionando a Isadora, otra vez a Esenin que parece lo cautiva con un poema normal del ruso, más iluso que nosotros, “Hombre negro”, donde Quintero trata de encontrar el gran misterio que no lo tiene en ningún momento, sino de verse descrestado por los atisbos del suicidio teatral del contemplado Esenin.

Hay un ensayo de Milcíades Arévalo “El maestro”, sobre el escultor, Emiro Garzón Triviño. Este texto indaga en la Jagua, donde vive el escultor, y es una manera de buscar  en la Colombia profunda y olvidada un ser de esos quilates.

Entre los poetas leo un verso ingenuo, flojísimo, de Armando Orozco cuando añade en el poema “Carlos Marx”, ¿Dónde pudiste robar encadenado a tu silla tanto amor hacia el hombre?”. No sé si Orozco no sabía que Marx odiaba a los poetas. No en vano le dijo a su mujer que no quería que su hija Laura siguiera una relación con el poeta Paul Lafargue, a  quien llamaba despectivamente el Negro. Este verso diverso de Orozco parece pertenecer a la ingenuidad neo mística cristiana con la que muchos mamertos en fila india y no india hablan de esa fraternidad de mentiras que sacan de sus bolsillos de vez en cuando.

Pero Puesto de Combate es más, leo algunos poemas muy precisos y preciados de Pedro Arturo Estrada ya muy defindo en su temática. Leo poemas atinados de Omar Ardila, un sentido poema de Verano Brisas dedicado al director de teatro Gilberto Martínez, y además, un descubrimiento muy especial una poeta, Daniela Lesmes. También John Sosa, el poeta, reflexiona sobre su relación e historia con las cometas que son su halago, su pasión y su ordalía.

En síntesis, Puesto de Combate, es la meritoria revista que, desde Bogotá, da la medida de los escritores que a nivel nacional persisten, aún creativos. Es la revista que expresa una manera de comunicarse desde la capital, donde Milcíades Arévalo. – de quien es necesario mirar la obra literaria en conjunto, así como su trabajo fotográfico– le imprime su carácter de ser abierto, inteligente, sensible y dispuesto a mostrar escritores, ya sean narradores y poetas, desde su énfasis creativo. Hay tanto esfuerzo y persistencia de su director, hay tanto de sí por afincar y mantenerse a flote, por buscar los diálogos casi imposibles en un país tan disperso y diferente.

Allí, en Puesto de Combate la escrituras no adquiere la soberbia de algunos escritores afincados en Bogotá, que desprecian al resto del país, menos prosigue con  ese tufillo de chicle de los poetas llamados jóvenes, sino que se abre y se dispone a permanecer, a indagar, a saber que una revista permanece viva en la medida y en el buen sentido en que incluya. Donde solo la buena literatura mantenga ese oasis, donde confluyen las diversas escrituras, porque leer esta revista es aislarse de la verbosidad y de la pequeñez que quiere tapar a los otros, es mirarnos a nosotros mismos. Y saber que, en ese amplio país de  espectros diversos, desde la remota calle de una ciudad, un poeta nos dice algo: su pasión por la vida.