viernes, 26 de mayo de 2017

49 Patrimonio restaurado: Edificios Carré y Vásquez




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49 Patrimonio restaurado: Edificios Carré y Vásquez


El  Carré y el Vásquez,  
Memoria urbana de Medellín en el contexto de Guayaquil, 2012.

Secretaria de Cultura Ciudadana

Luis Fernando González


Días de 1975, cada que pasaba en bus para el Centro, ruta Floresta-Estadio, veo el costillar del edificio Vásquez pintado burdamente, el segundo piso de un blanco, ya sucio, entre sus desvencijadas ventanas verdes y de un rojo mate el primer piso, pero qué digo, si entre la multitud de vendedores del Pedrero, son dos edificios arquitectónicamente iguales, el otro es el Carré. Luego, con los días, he caminado, visitado, entrado a los bares del primer piso. Mucho más tarde busqué el rastro de Darío Lemos en el Hotel Santana inscrito en el Vásquez, poblado de indígenas ecuatorianos con sus mercaderías: abrigos de lana, bolsos y chanclas. Me gustaba y aún me gusta el terminado en ladrillo desnudo en las paredes donde no ha sido masacrado con la pintura de ocasión que lo despojan de su originalidad y esplendor, lejos de las edificaciones cubiertas toscamente con revoque o con graniplast que ya se había puesto de moda.

En ese mismo momento, esos años, la plaza de mercado fue trasladada y de una vez se le asestó un golpe mortal, lo que afectaría no solo a este par de edificios sino el entorno, ya que comenzó un silencio oficial, una desidia, señuelo de la destrucción, que dejó que este lugar, construido por otras generaciones, sufriera un largo e insensible proceso de deterioro. En esta misma plaza que antes fue centro de interés, el edificio de la Farmacia Pasteur fue abandonado hasta ser incendiado, la plaza misma fue destruida, seguiría el Pasaje Sucre, y al frente, la Estación del Ferrocarril también sufrió este proceso, permaneciendo intacta apenas una mínima parte de ella.  Este par de edificios, el Carré y el Vásquez, subsistieron.

A quienes caminamos la ciudad, para disfrutarla, para visitarla, para perdernos en ella, con cierto énfasis a la manera de Benjamín y antes por Baudelaire, buscar la ciudad, caminar sus calles, es un acto de fe. Lo digo en este sentido, la ciudad cambia, se trasforma. La ciudad en ebullición de un momento a otro se innova, pero el sedimento que ha quedado es la pátina del tiempo que aún deja ver, entre edificios recién construidos, nada menos que algunos otros edificios, o al menos algunas fachadas de ellos, con los cuales surgen diversas preguntas, por supuesto, relacionadas con su origen, con su uso; son su presencia.

Nunca he querido pasar al frente de un edificio sin dejar de preguntarme, ¿quién lo diseñó? ¿Quién lo construyó? ¿En qué momento lo terminaron? ¿Cuál ha sido su uso? ¿Qué materiales se han utilizado? Debido a que un edificio es la summa de un momento muy específico. Además es el emblema de un período muchas veces de apoteosis de una actividad determinada. En él se resumen diversos nombres, los inversionistas díscolos y aviesos, el arquitecto que lo diseñó, quienes intervinieron en la obra, y, así mismo, quien lo ha habitado, y de qué manera, qué materiales fueron utilizados. Es decir, un edificio no es una construcción que ocupa un terreno, ya que desde ese mismo momento se convierte no solo en una presencia sino en una huella con toda una significación.

Por esa razón al leer el libro de Luis Fernando González, El Carré y el Vásquez, Memoria urbana de Medellín en el contexto de Guayaquil, 2012, su autor ha respondido esas preguntas que el flaneur se ha preguntado sobre este par de inmuebles, cuándo en las tardes de domingo, en la década del 75 hasta esta década nunca prodigiosa del 2017, caminaba, camina, por Carabobo con San Juan buscando los vestigios de Guayaquil, ya en su caída lisa y perfecta.

Y es que en esta investigación sale a flote la construcción de Medellín hacia este sector, Guayaquil, cuando también quería proseguir más allá de esa zona, con una barrera al frente, donde los pillos de antes se escondían del asedio policial, los terrenos que empantanaban la creciente del río Medellín, pero había algo tenebroso, los zanjones que eran verdaderos focos de lodazal y pestilencia.

De ahí que Luis Fernando lleva al flaneur no solo a través de las páginas de su investigación, como por las calles, sino también por los diversos momentos y determinadas circunstancias históricas,  entregando y diseccionando a través de archivos notariales, judiciales, periodísticos, revistas, entrevistas, testimonios, la razón por la cual estos dos edificios fueron erigidos, planeados para un propósito determinado y hayan padecido los avatares de diversos usos, así como la pertinencia de algunos incendios, el abandono total, hasta su recuperación actual.

Dentro de esa topografía de la ciudad, dentro de ese indagar, un par de nombres sirven para una pesquisa, para un aprendizaje. Lo digo de una manera sucinta, por estos edificios denominados, el Carré y el Vásquez, tanto por los inquilinos, tanto por algunos historiadores y los habitués cercanos del comercio y de sus bares ruidosos. No habían caído en cuenta que el Vásquez era nombrado en honor al poderoso comerciante, Eduardo Vásquez Jaramillo, venido desde Fredonia y Venecia a hacer carrera de millonario a Medellín. Ese nombre ha bastado para sugerir, analizar la huella del ámbito mercantil y de comercio, junto a un puñado de ciudadanos como Coroliano Amador, Vicente Villa y Vásquez mismo, hasta de sus ambiciones, hasta de sus capacidades para combinar dos formas no de lucha sino de enriquecimiento al aprovecharse de los, en apariencia irrestrictos concejales y políticos, para borrar la frontera entre lo público y lo privado. En ese solo nombre, Vásquez, se entrelazan todos esos intereses, todo ese aprovechar del municipio, aquí en la plaza, hasta saber que Vásquez, refinado, se iría a vivir temporadas a Francia y dejaba encargado del manejo de sus edificios y negocios entre otros a Pedro Nel Ospina; lazos familiares.

El Carré, es una referencia a su constructor, Charles Emile Carré, arquitecto francés, que inicia ese aporte que muchos extranjeros tuvieron con su talento y presencia en la ciudad, en la forma como fue recomendado por el clero para construir la catedral de Villanueva, y en los otros edificios que construyó; o sea que él no fue una simple persona que llegó por estos pagos allende del océano, sino que Luis Fernando lo ubica y le da toda la dimensión como una de aquellas personas creativas y valiosas, el arquitecto de moda, que ha dejado una huella en la Villa.

Sí, ahí, en esos dos edificios, perdura una parte de la ciudad, aquella diseñada por los diversos arquitectos, aquella que habla desde el momento en que han sido creados, cuando se inscribieron dentro del ambiente, dentro del paisaje de la ciudad, y que con los años quedaron como símbolos, expresión de un momento, cuando el comercio se iniciaba con todo su furor. Desde el esplendor inicial hasta los incendios del Vásquez, el edificio quemado, como le dijo una generación, así como el uso en sus primeros pisos y el abuso en las pensiones del segundo piso de ambas edificaciones y de cómo, ante la necesidad de la ciudadanía, con los años, los fueron convirtiendo en pensiones miserables, en inquilinatos de baja estofa, a medida que existía el cambio de manos, ya que Vásquez estaba más interesado en vivir en Francia que en Medellín, y saber cómo, en el transcurso del tiempo, a los nuevos dueños solo les interesaba la renta, nunca la preservación y el embellecimiento hasta que el municipio decide comprarlos.

Había en el segundo piso del Carré, una suerte de café con billar con un nombre único, Club Demócrata, todo un oxímoron, porque no hay nada más antidemocrático que un club, al menos en Medellín donde la palabra, club, poseía esa aureola del Club Unión, donde no se podía entrar. No sé si este nombre se deba a ese deseo de quebrantar la llamada exclusividad, desde el punto de vista popular, como se dio con todo el peso de su significación en este espacio.

En El diablo tiene la vela de Juan Roca Lemus, Rubayata, da una idea del deterioro, del uso y abuso, del “Pasaje Carret” como lo llamaba: “El barullo era dominante. Los mercachifles se apelotonaban y las clientelas diversas se meneaban en los bares, echados sobre las aceras en almacenes, en barberías,  con música que tronaba a todas horas. A la puerta de aquel tenebroso edificio, una mujer al pie de una mesa vendía maní, cigarrillos, fósforos y confituras. Judit se acercó en ademan de compra, solo para entrar todo el poderío de su vista, como una barrena, hasta la oscura profundidad de aquel primero piso donde zumbaban los mosquitos del pecado”.

También, en ese universo medellinense, Gonzalo Arango poseía su guarida secreta. Le gustaba visitar los bajos de este par de edificios para rememorar, en medio de unas copas de licor, el camino y fracaso de su padre, de quien no quería seguir sus huellas, ni sus empleos de acuerdo al partido ganador. En cantinas, cuajadas de aventuras de este Guayaquil ya inexistente, el nadaísta, sin darse cuenta, escribía sus pasos, sus visitas, indagaba por su ser sin horarios fijos. Pero también era un método para huir de sus sitios en otra parte de la ciudad para aislarse mientras chupaba un cigarrillo y miraba, con prudente descaro, la vida casi inexistente de los demás.

Al restituir Luis Fernando, la historia y la presencia del Carré y del Vásquez sabemos que en estos dos edificios, en su mudez, en su silencio, en este rescate de lo invisible, existe una historia, pero no aquella que va de boca en boca y se tergiversa, sino que su autor la ha devuelto desde el mar de la oscuridad, del silencio y del olvido. La ha situado y le ha dado el valor especifico a este par de edificios que se han salvado de la rapiña de la destrucción y que aun lucen su nobleza como expresión de lo que fue ese Guayaquil del comercio, de los inicios de esa ciudad que se devora así misma.

Cierto, un libro es un mensaje enviado a un presente como cuando se arroja una botella al mar del tiempo. Apenas ha llegado a mis manos y lo he leído de un tirón, buscando esas preguntas que me había hecho desde la década del 70 cuando mis manos pasaban por las paredes de esos edificios y nada sabía de su origen, mi de la poesía negra de su decadencia hasta nuestros días cuando el municipio los compró y así, en ese aggionarmento, se preservaron ambos, cuando en su entorno la Pasteur y el Pasaje Sucre habían sido destruidos, así como la configuración de la plaza.

En este libro no solo perdura lo que podía denominar la vida útil del Vásquez y del Carré, su restauración, extraña con dos arquitectos diferentes, sino que la investigación minuciosa, acertada, le da presencia al poder de evocación de estos dos edificios que Luis Fernando devuelve a la presencia, para reintegrar una parte de Guayaquil con el estrépito de su comercio, de sus gentes, antes de que el inclemente progreso mal planeado acabara con las otras huellas. Ya se fueron la de los bares que solo han sido registrados en algunas anécdotas, así como los teatros, así como las distribuidoras de abarrotes.

Su indagación, la mesura de su escritura, está impregnada de un compromiso lúcido que se mueve entre los meandros sinuosos de la historia, donde notamos la exclusión de lo ético en favor de lo político, entre el concepto de lo popular que redefine los territorios con su uso del suelo, con su abuso, con su justificación. Ambas zonas en las cuales se disuelve este concepto de ciudad, que a pesar de todo, es capaz de renovarse, de regenerarse, de reescribirse, pero también de olvidar. De ahí la importancia de este libro, que es un aporte extraordinario, creativo, esclarecedor, documento indeleble, abierto a tantos interrogantes acerca de una sola pregunta que nunca será respondida, ¿Qué es lo que pasa en la ciudad, que algún día fue de la eterna primavera, nunca de Praga, por supuesto? Así la lectura prosigue en este análisis ya nunca archivado, y dispuesto a reconsiderar con sensible fidelidad los valores, el trasunto de nuestra idiosincrasia de ideas fijas, de negocios y de cierto énfasis en el triunfo personal, pero Luis Fernando González, lúcido, atento a la transformación de Medellín, pone a prueba los conceptos de progreso con esos valores antagónicos cuando los sucesos de la realidad tergiversan todo tipo de idealización del pasado. Crudo e inteligente, su autor, ubica y redefine parte de un hito histórico casi perdido. De tal manera este libro recobra un reciente pasado y evita que se diluya ya que, como en un palimpsesto, su autor recobra, disecciona, indaga, escribe, describe, e identifica, ese largo viaje a la memoria perdida para devolverla al presente.

Este texto escrito sin especulaciones ni improvisaciones, con unas pulcras imágenes y razonamientos, acercan al poder de la nostalgia; eso sí, sin trazas de ostentación menos de esa diletancia que entregan quienes se refieren al pasado como un cúmulo de anécdotas y desactivan cualquier explicación.

Luis Fernando González es sinónimo de prudencia, sus investigaciones compensan, aciertan, abren una pregunta y dan la explicación buscada. Sus investigaciones hay que leerlas sin afán, de una manera diáfana ya que destilan las convicciones de su fecunda seriedad para así comprender que dentro de toda esa sensatez, donde se entrecruzan diversos saberes, acaba explicando esa ardua relación entre lo moderno como predeterminado por el pasado.

En la ciudad de las huellas invisibles, este texto posibilita las repuestas sobre el cambio de paisaje, cómo ha sido transformado de una manera inclemente. También facilita interrogarlo desde la certeza de una ciudad que se construye y auto destruye con escasas alternativas de valoración y menos de conservación. Así, desde varias perspectivas, Luis Fernando, al internarse en la historia, detecta detalles que han pasado inadvertidos y nos devuelve una justa memoria, fresca y vital, donde aprendemos, aprehendemos, escudriñamos que estas huellas aún perduran. De tal manera podemos visitar este par de edificios -ornamentados con la magnificencia del ladrillo desnudo-, apegados a la memoria recobrada en su libro que nos sorprende.


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