martes, 26 de abril de 2016

W. SHAKESPEARE MÁS ALLÁ DEL 23 DE ABRIL: BREVE MIRADA. / Raúl Mejía



W. SHAKESPEARE MÁS ALLÁ DEL 23 DE ABRIL: 

BREVE MIRADA.

Raúl Mejía.

Todos, de una u otra forma, hicimos parte de esas infaltables “Semanas del Idioma” en escuelas y colegios, todos. Obligatorias carteleras, extensas ceremonias a cargo de los docentes de humanidades y la inevitable alusión sobre Miguel de Cervantes Saavedra y William Shakespeare. Incluso desde pequeños la observación de ese par de rostros, rostros que incluso son discutibles por las difusas imágenes que de ellos quedaron: “Don Quijote, Sancho, Romeo e incluso el desconcertado Hamlet” emergían como algunos referentes de dicha celebración. Este año contiene un “plus” más, es el cuarto centenario de la muerte de estos genios de las letras. Y aunque ahora se quiera centrarse en el dramaturgo inglés, el paralelismo con su contemporáneo español es absolutamente increíble.

Cuatro siglos de vigencia de ambos han exigido y traído consigo acumulaciones desbordadas de estudios, alabanzas y búsquedas de lo que sea que aporte para mantener al día sus obras, influencias y singulares registros que tuvieron en vida. Hombres muy del común, de escaso abolengo y de devenires matizados de angustia y no pocas dificultades, construyeron hitos ya eternos en la literatura universal.

Shakespeare, en retrospectiva, simboliza –también- ese avance de la cultura e idiosincrasias británicas, hasta convertir a Inglaterra en uno de los imperios más poderosos de la historia y, cual “Mesías”, genera un antes y después en la escritura de su país. Le regresa al teatro su lugar e importancia, un tanto dejados en el olvido tras siglos de distancia entre el renacimiento y la antigüedad clásica greco-latina. Conmociona con su genialidad e impulsa a su idioma a una difusión global.

Hace poco apareció un ejemplar de aquel “First Folio”, algo así como la edición de sus obras completas. Este suceso, feliz para estas fechas, recrea uno de los detalles que ha servido para sostener y enriquecer la vigencia de Shakespeare, llevándolo a competir con figuras célebres del momento. Afortunados sus lectores que al cabo de pocos años de su muerte (y salvo la pérdida de un par de trabajos) se haya editado las obras que de él conocemos, de no haber sido así la posibilidad de que en el tiempo se hubiesen perdido un sinnúmero de tragedias, comedias y otros –como lo ocurrido con Esquilo, Sófocles y aún con otro de sus contemporáneos, Lope de Vega- habría sido catastrófica. Ahí están sus títulos, legado e incluso las bases de su leyenda.

La biografía de este genio, al menos de lo que se conoce, revela a un sujeto de prontas aventuras y de azares que no parecieran conducirlo a la fama e importancia que hoy se le concede. Se casa bastante joven, es padre tempranísimo y antes de dedicarse a la actuación y a la escritura, se presume en él a un personaje muy del común, activo y escasamente culto. De nuevo otra singular semejanza con Cervantes, si hasta parecen gemelos apenas separados por el “Canal de la Mancha” ¿Qué tanto de lo acaecido en él al tratar de ganarse la vida y conllevar una familia, le generó la capacidad para dedicarse a actuar y aún más, para convertirse en el símbolo máximo del teatro y de la escritura de Occidente? Es un festín hipotético para sus biógrafos y expertos, sumándose periódicamente conjeturas y hallazgos.
Sin embargo, no es allí donde debemos, si se quiere, establecer contactos o roces con él; hay que ir a lo escrito. Durante tres siglos el espacio común y más popular para acceder a él era, por supuesto, la sala de teatro. (Honestamente habría admitir que leer obras de dramaturgia no es la lectura más placentera, la disposición de los diálogos y parafernalias dramáticas hacen de este ejercicio algo árido para no pocos. Salvo que seas, obviamente, actriz, actor o director de escena.) Ya desde fines del siglo XVI, en aquel famoso “The Globe” y en vastitud de escenarios del planeta, se hicieron propias e íntimas caracterizaciones como las de Hamlet, Macbeth y muchos, muchos más. El cine y la televisión, gracias a su capacidad de acceder a multitudes, han hecho de Shakespeare casi que el mejor de sus libretistas. La monárquica e inglesa “BBC” grabó buena parte o la totalidad de sus tragedias y comedias; quienes ya contamos con varias décadas de existencia rememoramos –en blanco y negro- varios episodios de esta multinacional programadora de imágenes, doblados y traídos a Colombia en esos años setenta y ochenta del siglo pasado. Pero es el cine, tal vez, el que ha dimensionado más la riqueza argumentativa del bardo inglés. Suele decirse que interpretar a Hamlet es, quizás, el mayor reto para cualquier actor. Personalmente no he visto la interpretación de uno icónico como “Sir Laurence Olivier”, pero sí la de Derek Jacobi (el de “Yo Claudio” y otros títulos made in Hollywood) y del más cercano Mel Gibson. ¡Hombre!, han de ser muchos más y el que apenas mencione a estos actores, no demerita otras y seguramente magistrales actuaciones. “Romeo y Julieta” es, de lejos, la más masivamente conocida de sus obras, no la mejor, aunque es irrelevante y subjetiva la cualificación de sus títulos. La impactante tragedia de este par de enamorados, la rivalidad fatal de sus familias y la muerte de ambos, cumbres de la intolerancia y de lo romántico, pero no desde lo trivial, sino desde lo más profundamente humano. Recuerdo que hace años, siendo docente de un colegio femenino, vimos la versión de esta obra con un actor que se encuentra entre los más citados de la actualidad: Leonardo di Caprio. No voy a entrar a criticar las calidades y cualidades de dicha versión, pero sí evoco los suspiros de las chicas ante él, más allá del rol que estaba interpretando. Y la formidable actuación de Al Pacino en “El Mercader de Venecia”, esa galería de vicios y de patologías de la humanidad. Añado una más, la deliciosa “Fierecilla domada”, en donde se lucen Richard Burton y la bellísima Elizabeth Taylor. El cine, la televisión, medios que han llevado a categoría de chiste o lugar común aquello de que: “prefiero ver la película que leer el libro”.

Es toda una estrella el genial británico, un “Superstar” ineludible. Avanzando un poco más, alejándonos de su sitial mediático, habría que tratar de preguntarnos y a sí mismo respondernos, el origen, los entramados de su permanencia, de su eternidad como referente de la cultura, de la vida misma. ¿Qué hay en sus obras que permite tantas identificaciones y a la vez evasiones del acontecer de los hombres?

La elaboración de metáforas y sobre todo de personajes es herencia que se acepta, delega y enriquece. Arquetipos del celoso, avaro, melancólico y obsesivo –entre otros-, se hallan en textos antigüos, sean religiosos o literarios. El gran arte y talento de Shakespeare está en dinamizarlos, mostrarlos al público, es decir a nosotros y desnudarlos, ejerciendo con ello incisivos movimientos de asepsia general. Ellos y nosotros somos iguales, solo que aquellos ejecutan diálogos, monólogos y soliloquios en abierta comunicación y confesión consigo mismo y a la postre con todos.

En tiempos de este maestro se han reducido o dejado de usar elementos como los coturnos y (quizás) de máscaras, propios del teatro clásico. Sobrevive aún la misógina prohibición de la participación de mujeres (uno de los argumentos de la discutible película “Shakespeare in love”). Las máscaras contienen su gestual ya diseñada, impresa y, por supuesto, definen de entrada el trasunto y la suerte del actor; ahora es el rostro el que debe adecuarse o, mejor, guiar su presencia escénica: lo podemos mirar, vigilar los movimientos de los músculos de su rostro, sus diversos rictus. ¿Es cuando, en verdad, se magnifica la actuación? Yo creo que sí, es una especie de profesionalización de los que se dedican a este oficio. Él mismo fue, no olvidemos, actor y lo imagino en papeles protagónicos como aquel primer Hamlet, Romeo o rey Lear.

Sería imperdonable no mencionar el comienzo del más famoso de todos los soliloquios o monólogos: “Ser o no ser, he ahí el dilema”. Cualquier comentario o interpretación adicional apenas si entraría a engrosar listados descomunales de ensayos y estudios alrededor del mismo. Hay que admitir que es la frase más famosa del teatro de todos los tiempos. La imagen que acude es la del desolado príncipe danés con una calavera. Hamlet es el símbolo por antonomasia del escepticismo, de la duda y en parte de la desolación sentimental que lo arrastra a sucesiones de muertes, entre ellas la de la suicida y desconsolada Ofelia.

Un detalle adicional en el universo Shakespeariano: la duda histórica sobre si él es el verdadero autor de sus obras. Ha sido una de las más fascinantes especulaciones incluso en vida del dramaturgo o al poco tiempo de su muerte. Para algunos no fue él el autor, es más, que tal vez ni existió. Curiosamente no es la primera vez que se duda no sólo de la autoría sino de la existencia misma, ya había ocurrido con Homero muchos siglos antes. Pero es, en resumidas cuentas, algo baladí. Que si fue su coterráneo Christopher Marlowe, Francis Bacon o un príncipe de la nobleza de entonces… Es menos contundente esta sospecha que la aceptación unánime del Shakespeare histórico y asombroso dramaturgo. (En donde no hay duda es sobre su autoría de buen número de sonetos y de otros poemas extensos: fue, además, un notable poeta, pero su trascendencia como dramaturgo ha opacado su faceta de lírico) Surge con lo anterior otra curiosa similitud con su par español Cervantes: a raíz del éxito de la primera parte de Don Quijote se publica una, digamos, prolongación de ésta de manera apócrifa, queriendo ridiculizar a ese emergente símbolo de aventuras y de relatos de viajes del viejo y enajenado manchego y con ello, de alguna forma, poner en duda la autoría de Cervantes. Es la maleza esperada e inveterada de los envidiosos, de los gratuitos detractores que intentan distorsionar la grandeza de obras inmortales.

Con autores así es perdonable el uso abusivo de superlativos y de retóricas grandilocuentes, por muy exageradas que parezcan. Es el elogio generacional que se siente ante hitos del arte como las “Pirámides”, la “Mona lisa”, “la Novena Sinfonía de Beethoven” etc. O ante manifestaciones sublimes de la naturaleza y del cosmos. Ante ellos el desborde de asombros estaría matizado por sonoros y emotivos adjetivos. Por supuesto que, ante la exponencial eclosión de novísimos héroes, lecturas y evoluciones de lo escrito y de la cultura en general, existe la probabilidad, también, de que se presenten patéticos iconoclastas para quienes Shakespeare, Cervantes y otros genios de la literatura y del arte universal, vayan quedando relegados. Nada es imposible ante la corrosiva masificación de la frivolidad llevada a cotidianidades demenciales…


1 comentario:

ANITA c. dijo...

y ESTE MASN QUUIEN SE CREEE.eS EL MIMSO QUE HABLA MAL DE aLEJANDIRTA?.. GUAU