domingo, 28 de febrero de 2016

Punto Seguido N. 58



Punto Seguido o la persistencia en la poesía

Víctor Bustamante

Por el correo de las brujas, ese que permite que llegue de una manera inesperada recibo de manos de John Sosa, transeúnte del centro, inmerso en su seriedad, -a veces lo siento así, él siempre de afán- una buena sorpresa. Y por esa razón ha permitido que ahora, en este domingo caluroso de febrero, lea Punto Seguido N. 58. Y cuando digo sorpresa, es por la persistencia en la poesía como acto de afecto y creatividad, y, sobre todo de comunicación en un momento donde la misma poesía anda permeada y prostituida por los negocios, el aprovechamiento personal y no la cercanía con ella como manera de sustituir y paliar un mundo confuso, atrabiliario lleno de falsedades donde el entretenimiento y la superficialidad gana terrenos en la vida cotidiana, y deja la poesía desmantelada en los sótanos de la desmemoria.

La poesía pura, y vigorosa no sucumbe a este falso camino que la corroe, ¡que no!, la poesía, la que vale, mantiene su lucidez en el crepúsculo, en la ordalía de la noche y en la irreverencia de lo cotidiano. Por esa razón celebramos el nuevo número de Punto Seguido, por esa razón en la revista, donde ella sobrevive, sabemos que el pulso de la escritura se encuentra intacto, y nos demuestra que aún hay constancia en la poesía como norma de vida, como pulsión creativa. En las revistas, en este caso con Punto Seguido, le damos otra mirada a la realidad de la ciudad, a las preocupaciones de sus escribas, a las sinrazones de sus poetas, al pulso y nervio de sus escritores que calle a calle y página a página no dejan que la mentalidad paisa de negociantes la hayan sumido en un cuadro de aperos y relojes extraviados en la mesita de noche, sino que ellos: John Sosa, Luis Fernando Cuartas, Óscar González y Carlos Bedoya asumen el reto de enseñarnos que la poesía posee el misterioso adagio de las comunicaciones, de la vitalidad del asunto pasional para que ella no se sumerja y naufrague en el mandato de la mediocridad, como ahora, en estos tiempos no del cólera sino de tanto aspaviento y donde la musa, ¿Calíope?, se encuentra encarcelada.

Los poetas antologizados como Guillermo Sepúlveda con su desconcierto nos devuelve un eco de una bella canción: “En primavera / una arrebatada sinfonía de Mozart/ iluminará de colores / el jubiloso aroma del jardín y la pradera”. Tarsicio Valencia con su poemas de la naturaleza como refugio al desespero: “Agua memoriosa/ Orquídea blanca de la infancia”. Carlos Ciro nos dice ante el misterio y las mil preguntas del asombro ante el bosque: “tú que fluyes /tropiezas una vez más/ sobre esta piedra/ y sea tu espuma / el arraigo de estos ecos”. O la apesadumbrada Anna Francisca Rodas que huye al deseo y cree ser víctima y no victimaria dice: “Podría llamarme Juana,/ Salomé,/ Virginia,/ Antonia/ o ser liturgia de vagamundos / cuyo nombre devoran/ las fieras.” Cuartas erotizado decide no levar anclas sino quedarse en ella, esa desconocida, a quien no nombra sino en sus deseos: “Bisagra que muerde decían los profetas, la gran puerta ardiendo decían los poetas, es el centro universal, la garganta hirviendo, el brebaje del sol…”. John Sosa perplejo ante el silencio y ll palabra como mediatizado, añade: Mientras espero el mar se desdobla. Suceden imprecaciones de alas. Ella fue. Con sus camellos pasó por el ojo de la aguja. Sus cartas, el licor. Los ninfos parlotean. Su amor, nudo corredizo. Istar en su casa de hongos. Expíame bajo el árbol de manzano”. Ah, y no podía falta Carlos Bedoya, uno de los pocos poetas incontaminados de la ciudad: “La luna llena / labial viscoso/ de acequias en flor/ de sueños/ al borde del tálamo/ donde yacemos/ en víspera de la risa/ a punto de estallar/ como glaciares voraces”. Dominio y plenitud en su poesía.  Óscar González lúcido y a veces lejano, bordeando los caminos de las artes visuales entrevista a German Soto. Pero Jesús Gómez, a pesar de su nombre bíblico, antes mesiánico, poetiza: “Todos los días / llegan camiones cargados / en su interior / cada uno trae su historia...”

En síntesis, Punto Seguido nos demuestra que la poesía aún está que arde, que aún perdura en sus presencias, y, en esa cercanía, renace solo una vez al año para entregar su huella y su esfuerzo, su osadía de los collages. O sea, para decirnos que ellos están ahí en el ruido cotidiano de la calle, lejos del asombro de la corrupción que permea el país que parece no habitarnos, que la poesía es el destino de la generosidad y del afecto, pero, sobre todo, del diálogo y la perseverancia en la vida. Que en sí la revista como objeto no oscuro sino fulgente es una obra de culto por el cuidado, el diseño (Adriana Lopera entrega su talento), la prestancia, y, sobre todo, la correspondencia de sus hacedores entre vida y poesía. Punto Seguido es todo un manantial fresco, agua clara, poesía pura, en este verano tan temido.


domingo, 21 de febrero de 2016

Librería El Acontista




Librería El Acontista

Víctor Bustamante

Aunque en esta parte de la calle, el cruce de Maracaibo con El Palo, se disminuye el tráfago citadino, y se puede caminar de una manera algo serena, cuando entramos a la Librería El Acontista sentimos la máxima frescura y además la llegada a un lugar lleno de esa magia que dan los libros; pero qué digo, no solo magia, sino también la curiosidad y el afán de mirar los libros con el universo de su autor que se anuncia en sus portadas. En la Liberia los libros son pasivos, esperan a quien se los lleve, desde sus portadas invitan o el gran escritor con su nombre brilla para hojearlo y decidir llevarlo, pero sobre todo es el título del libro que llama la atención. En la Librería los libros también son puertas que abren sus hojas para entrar a la vastedad de esos diversos mundos que allí habitan. La librería es el paraíso para los libros, allí lo habitan, lo viven hasta que son comprados. En la librería es el mundo sin hostilidades para que el libro mantenga su peso específico: ser el bastión de la cultura, el transmisor de la civilidad, el advenimiento de la aventura del pensamiento, así como las diversas geografías de las ciudades que vivimos. Y sobre manera la expresión de una ciudad. Una ciudad sin librerías demuestra el mal síntoma y perversidad de la época. En este índice de actualidad es notorio que una librería es necesario cuidarla, darle exenciones no ser tratada como un negocio cualquiera. En la librería se va a aprender, a continuar con esa aventura diaria que es la palabra y su expresión más prístina.

En la librería existe, muchas veces, el encuentro fortuito entre libro y lector. Uno va en busca de un libro determinado y a veces se encuentra una sorpresa al leer una sola página de un libro que atrapa. Otras, se coincide con el descubrimiento de algún autor que no conocía.

Principios del 2000 en La Boa, perseveramos algunos amigos escritores. La Boa era, es punto de encuentro para conversar, escuchar música, tangos o boleros o salsa, en La Boa la literatura y los sueños de escribir, de editar revistas y libros mantienen su pulso. Rubén López. José Martínez, Omar Castillo, Raúl Henao, Jairo Guzmán, Carlos Bedoya, John Sosa, Luis Fernando Cuartas, ah y el poeta Alberto Escobar, conversamos allí, pura literatura y algo de licor. A veces Billy llega en la noche de viernes. Lo digo en presente porque estos momentos se tatúan en la memoria.  Y comento este instante por una razón de peso, allí ocasionalmente entraba un señor, que luego se llamaría Ricardo López. Él entraba acompañado por una chica alta, Alejandra, lejos de su Diván Rojo. Ellos venían de un negocio cercano, del cual era dueño Ricardo, una suerte de bar. Además contaba que deseaba abrir una librería en el segundo piso, lo cual era una paradoja en la tierra del auri sacra fames. Y en realidad en medio de ese avatar de lo que es crear una librería, por la dificultad ante la frivolidad de los medios, el denominado reino de la imagen, y la pereza intelectual que es la peor plaga de todo, la librería se abrió y aun funciona. Y se llama El Acontista. Esa palabra que la aprendimos muchas personas debido al poema del gran león de Greiff.

Relato de Guillaume de Lorges

Yo, señor, soy acontista.
Mi profesión es hacer disparos al aire.
Todavía no habré descendido la primera nube.
Mas, la delicia está en curvar el arco
y en suponer la flecha donde la clava el ojo.

                    Yo, señor, soy acontista.

La librería El Acontista posee una idea que la caracteriza, ser al mismo tiempo un espacio para conversar, para buscar un acercamiento mediante la idea de café libro con los lectores posibles. Lugar de conferencias de cine, lectura de poemas, presentación de libros.

Al subir las escalas nos da la bienvenida un proyector de cine, lo cual expresa el amor de su dueño, por ese arte, nos señala que la más alta tecnología también sufre sus apocamientos. Pero en seguida, unos escalones más, y ya obtenemos el paraíso de esa isla soñada en medio del tráfago de las calles, con sus libros en los anaqueles y el deseo de a perseverancia en la lectura como una respuesta a la barbarie no solo del ser humano en su inmediatez, sino en medio de la ciudad que necesita estos espacios para oxigenarse.

Hay una contante en la naturaleza, cuando desaparecen las mariposas es síntoma de que el medio ambiente se haya en estado de alta contaminación. Así ocurre con las librerías cuando, estas se cierran es síntoma de que la población de la ciudad va en camino a la más baja pobreza mental, y al entretenimiento como norma de vida. En esas vidas desoladas y deshojadas sin un libro en sus manos que los lleven a preguntar, a aprender y a cuestionar.

Dice un eslogan de la página web de la Alcaldía: “Creemos que la Medellín que soñamos es posible”. Pero ya sabemos que como todo eslogan esas palabras son algo general. Lo digo porque es necesario proteger las librerías. Así soñamos una ciudad más culta.


lunes, 8 de febrero de 2016

36 Medellín: Deterioro y abandono de su Patrimonio Histórico: Río Medellín


                                            Fotografía de Melitón Rodríguez, 1900
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36 Medellín: Deterioro y abandono de su Patrimonio Histórico: Río Medellín
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Pequeña biografía del Río Medellín

                                             Para Rubén López Rodrigué

Víctor Bustamante

Abandonado, destrozado, saqueado, olvidado, relegado, menospreciado, el río Medellín sigue su curso, pero, qué digo, ¿río? No, perdón, la cañería a cielo abierto más grande de la ciudad y del departamento, se desliza por la mitad de la topografía. Y cuando digo cañería, es algo cierto. En eso, esa cosa sucia, la hemos convertido. Nunca sentimos el río. Ellos hicieron, sin desparpajo, lo mismo que realizaron con las quebradas: las taparon con losas de concreto, las convirtieron en otras cañerías para ampliar el plano citadino y valorizar terrenos a un amplio precio ecológico. Eso es Medellín: la ciudad caníbal. Y qué decir de las industrias a las cuales nunca les interesó el río menos a una ciudadanía maleducada, sin sensibilidad, menos a sus dirigentes que viven en otras esferas, como ahora, en esta época de una premisa que arrasa su interior: la Internacionalización. Lo que ya había realizado la mafia sin darse cuenta lo copiarían desde hace poco. Si los mafiosos son ostentosos con sus construcciones, con su lujo desmedido por las baratijas de marca, pasando por encima de cualquier reclamo. Esa mentalidad se traspasó sin pena ni gloria por las diversas administraciones que no saben qué hacer con el dinero del presupuesto, sino destruir el patrimonio de Medellín, olvidar el centro histórico, por vivir en la fantasía de las grandes obras como esnobismo personal. El boato y el descontrol, la falsa representación, los ansiados y buscados títulos honoríficos que se alquilan a la cuidad, en convenios o relaciones exteriores, no son más que el velo sucio para ocultar la poca sensibilidad con Medellín.

 Frontera y límite para pasar a Otrabanda, suburbio de los desplazados y desclasados. Así el río poco a poco se convirtió en el hábitat depravado de los marginados. Una película reciente y algunos textos realizan una alegoría sobre los habitantes de sus cuevas por ahí, por sus orillas en Barrio Triste. Cuando ya se conquistó la Otrabanda, se construyeron y se siguen construyendo puentes elevados solo pensando en el tráfico. Cuando se pasó al otro lado, ya quedó lista la aniquilación del río Medellín. Fue una labor paciente, callada, incesante, de muchos años. Estruendosa por cierto.

Pero miremos un poco su historia. En un relato de 1675 se atestigua que para pasar a Otrabanda, cuando el río crecía, era necesario caminar tres leguas hasta el puente del Alférez, puente del Mico hoy. O también se debería caminar hacia el remanso, llamado Las Playas, y pasarlo, en lo que es hoy un tramo desde El Poblado hasta El Rincón, en Belén, donde el río se expandía y era fácil franquearlo.

Gregorio Gutiérrez González en 1850, escribe uno de los poemas más sentidos sobre la ciudad, “Medellín desde el alto de Santa Elena”:

Allí está Medellín, la hermosa villa,
Muellemente tendida en la llanura,
Cual una amante, tímida hermosura
Reclinada en el tálamo nupcial.

Allí está Medellín: su sol ardiente
La hace ostentar su gala y sus primores,
Y la da los fantásticos colores
Del magnífico Edén del oriental.

Ciñe su talle esbelto su ancho río
Cual cinturón de perlas y de plata,
Y en su onda limpia la beldad retrata
Y allí su imagen sonreída ve.

Murmura el río enamoradas voces,
Para adormir a su coqueta reina,
Y ella en sus aguas sus cabellos peina
Y moja en ellas el desnudo pie.

En este fragmento de este poema es notoria la presencia del río, ya que aún no ha sido devorado por las diversas intervenciones, sino que aún es presencia del paisaje ya que discurre, manso, entre los campos verdes, entre sus orillas, y el poeta por esa razón lo destaca, como si acordonara la ciudad de una manera amorosa. Aun eran tiempos en que había una idealización entre el individuo y la naturaleza, el poeta no luchaba por domeñarla sino por convivir con ella, por sentirse exultante ante los parajes y paisajes que le imprimían un fervor casi místico.

Pero también había una interacción solapada ya que al mismo tiempo se daba la destrucción de su medio natural, sus orillas, su cauce, que había comenzado desde 1838. Dice don Lisandro Ochoa: “Nos contaba mi abuelo paterno, Nicolás Ochoa, que la banda oriental del río Aburrá, desde el Alto de San Luis, arriba en Envigado, hasta el punto llamado Bocaná, estaba cubierta de espesos montes, los que fueron destruidos para aprovechar la leña y dejar la mayor parte de los terrenos para potreros; por tal motivo se fueron secando las aguas del río Medellín, de la quebrada La Ayurá, la Aguacatala, la Poblada, y Santa Elena con sus afluentes, llegando la sequía de las aguas hasta  quedar estas reducidas a una octava parte. ¡Cuánto nos servirían hoy estas siete octavas partes de agua pura y cristalina, si por ignorancia de nuestros antepasados, y por la impotencia de las autoridades de aquellos tiempos que no se dieron cuenta, los primeros de la riqueza que destruían al arrasar los montes, y por falta de alguna ley, las segundas que ordenaran a todo propietario a dejar siquiera unos treinta metros arborizados a lado y lado de cada preciosa fuente!”.

En este texto, en esta referencia, al río de hace unos años es notoria la medida de la destrucción interna del valle de Aburrá, y por lo tanto su efecto devastador sobre el río.

Eladio Gónima, otro escritor que sin ser historiador da también su versión: “El río Medellín era en aquella época un verdadero río, más caudaloso, relativamente al presente. Por cualquier parte que se quisiera pasarlo había necesidad de alzar mucho la ropa, mientras que hoy no hay exageración en decir que se pasa a pie enjuto. Generalmente era tan profundo que para bañarse las gentes no tenían que rebuscar, pues en cual punto casi subía el agua al pecho.

No tenía puente alguno, de tal manera que todo bicho viviente que tenía que entrar al agua para pasar de un lado a otro. El paso principal para los de la otra banda, quedaba al frente de la calle de la Alameda (Colombia), en cuyo punto era bastante explayado el río; pero cuando levantaba un poco su nivel no había para los paseantes remedio; y como era mucha la concurrencia de hombres y mujeres, el lector puede considerar el bonito y pintoresco cuadro que se desarrollaba a la vista.

Cuando venían las grandes crecientes, en el invierno, los muchachos hacían balsas, que cogidas con grandes rejos de punta y punta facilitaban el paso por una pequeña cuota, y formaban tan bien esos aparatos que nunca hubo desgracia alguna. Al otro lado del río, pocas cuadras de él, se asentaba el bonito pueblecito de San Ciro, más tarde Aná, Anapolis y últimamente Robledo, fundado más alto”.

Estos testimonios, con el tiempo se convertirían en lo inusitado ante la sobrepoblación y el descarnado efecto, sin afecto, de la mala planeación sobre Medellín.

Hay, además, una primorosa pintura de uno de los pioneros de la fotografía, Emiliano Isaza, —con un gorrito turco, un fez, da su toque de hombre de mundo—, donde vemos desde Santa Elena a la ciudad en 1884. Allí Medellín es apenas un pueblo acunado en las estribaciones de las montañas, y al fondo el cerro El Volador y a los pies de este, el río Medellín que va tranquilo por el valle. En ese recorrido, como lo vio y pintó Isaza, para sorpresa se destaca una suerte de islote, más allá de lo que es hoy la Universidad Nacional.

En 1907, Hermes García , nunca Trismegisto, viajero proveniente de Cúcuta, detalló: “El río Aburrá o Medellín baña a la población hacia el Occidente, y ya es notable en frente de ella por la cantidad de sus aguas, por lo hermoso de sus orillas, por la mansedumbre de sus ondas y por los encantadores paisajes que ofrece a la contemplación. Tanto este río, como el riachuelo antes mencionado (la quebrada Santa Elena), además de adornos para el sitio, son de vital importancia para la comodidad y salud de los vecinos”.

Pero sigamos. Dice Agapito Betancur, uno de los pocos alcaldes que también escribía, en su libro Ciudad, 1925: “El río Medellín carecía entonces de puentes en la ciudad, y la abundancia de sus aguas, sobre todo en invierno, requería de balsas para pasarlo. Su parte más explayada era el remate de la calle Colombia (antes la Alameda), por donde muchos vecinos devotos se dirigían al pueblo de San Ciro.  Este puente era de mampostería para unir a Robledo con Medellín.

Tomás Carrasquilla en Hace tiempos, todo un jinete a caballo por La Alameda rumbo a la Obrabanda, rememora, cuando pasa el puente de Colombia, a unos chicos bañándose en el río y describe el ámbito y la bullaranga en plena tarde de verano.

El río era navegable desde Sabaneta, la mayor parte del año, entre los puentes de la América y Colombia. En balsas se traía de Sabaneta víveres, plátanos, yuca, aguacate, panela, etc., Con madera para alfardas y cañabravas elaboraban las canoas y las cargaban con víveres, refiere Alberto Bernal en su primoroso libro, que es su huella y la de Medellín que se deshace ante nuestros impávidos ojos.

Los paseantes internos que disfrutaban la ciudad, porque los hubo, buscaban algunos charcos. Uno de ellos, Los Naranjos, bajo el puente de Guayaquil; el de La Palma. Además, el más popular, bajo el puente de Colombia. Había otros, El Sauce para aprender a nadar, El Palomo habitado por chicos peligrosos del Llano y el del Mico que luego daría el nombre al puente del ferrocarril en su paso.

Es decir, había integración de los habitantes con el río, podían sentir el fluir del agua, su rumor, y además, su presencia: nadar en sus aguas. Algunas damas se bañaban en las madrugadas para evitar ser espiadas por los hombres y chicos que merodeaban durante el día por las playas, siendo cuidadas por amigos cercanos.

Esta es una corta versión y cohabitación que se tenía sobre el río, pequeña memoria dispersa en algunos libros de autores que no dejaron que la vida cotidiana de la ciudad, y menos del río, se olvidara.

Y algo cierto, lo que no hizo ninguna peste, ninguna guerra, ningún desastre natural, lo realizarían los mismos medellinenses, con esa elaborada cirugía de intervenir el río como si fuera la ampliación de una calle, y no, el amnio universal que le da vida a una ciudad y que cualquier capital con carácter, respeta.

Los puentes sobre el río fueron la primera gran intervención con un propósito, pasar a la otra orilla y continuar extendiendo el plano citadino. El primero de ellos era de madera, el Puente de Colombia, fue luego reconstruido en 1846 bajo la dirección de Henrique Hausler, quien era mecánico y ebanista. El segundo fue el de Guayaquil en mampostería aún en pie diseñado por el mismo Hausler, para conectar Belén, La Estrella, Itagüí y Caldas entre 1877 y 1879. Sobre el río construirían otros puentes: el de Don Jorge para ir a Robledo y el colgante de la América.

Desde 1899 las áreas cercanas a los puentes fueron apropiadas por personas excluidas. Y nada más provocador que los primeros travestis paisas que se apostaban en los estribos del puente o se acodaban en las barandas del puente mismo fumando cigarrillos egipcios y bebiendo tapetusa. Mientras otros, más arriesgados, en la orilla del río, se arrojaban agua con totuma. Todas unas damiselas encantadoras, con sus rostros maquillados, sus afeites provocadores, y su ropaje femenino, incitando a los viandantes que lo cruzaban. No sabría si definir esta actitud como una prehistoria a las posteriores marchas del orgullo gay en la ciudad, pero lo cierto es que ahí podríamos dar estos apuntes históricos e histriónicos de las locas paisas en estos domingos, su día preferido.

El primer grupo de gitanos que recalaría en Medellín se asentaría unos meses cerca al puente de Colombia en 1920, por inmediaciones de lo que es hoy Suramericana. Nadie le prestó atención a su piel cobriza, a sus patillas de héroes, ni a sus palabras extrañas que intercambian entre ellos para tumbar a algún cliente. Poseían el engaño famoso de comprar caballos desnutridos, con peladuras de la cola hasta la crin, para luego, en poco tiempo, reanimarlos con potajes secretos, amolarles los dientes, pintarlos como si fueran corceles pura sangre de raza árabe. Cuando los paseantes salían los días domingos a buscar la orilla del río, quedaban sorprendidos por sus inmensas carpas, y por las gitanas hermosas con su cabello largo y sus anillos de baratijas en sus dedos. Una gitana quedó durante mucho tiempo en la memoria de los muchachos de antes: Lupe Montes bañándose desnuda en las mañanas en el río; inalcanzable por los celos de los hombres gitanos. Cualquier día, cuando los caballos perdieron su color y mostraron el truco de la infamia en tierra de caballistas, obligó a que los gitanos desaparecieran así mismo como habían llegado.

Luego vendrían los grandes puentes, entre mayúsculas grandes puentes. Al construir estos puentes elevados, se pierde cercanía con el río, huyéndole a lo que hay allá abajo: la letrina maloliente. También bajo estos grandes puentes se crean zonas de exclusión, oscuras. Dentro de esa dinámica, un alcalde propondría hace poco pavimentar el río para construir una avenida.

El saqueo al río comenzará con una obra de progreso, según el canon de la época, al cambiar su rumbo natural en la década de 1940. Lo que se definiría como una gran epopeya, no fue más que al rectificarlo, acabaría con sus meandros, con sus charcos, así como con la posibilidad de pesca, y sobre todo, con las inundaciones. Si ya habían tapado sus afluentes, sus quebradas, se le daba una estocada final, al quedar el río solo como un desaguadero de esas quebradas ya pestilentes.

Pero sigamos dando algunos saltos en el tiempo. El 11 de octubre de 1950, el alcalde encargado, José María Bernal (1950-1951), manifestó: “  […] Los que hemos vivido en Medellín toda la vida, podemos recordar fácilmente lo que era este pueblo hace 20 o 30 años, y de todo corazón excusamos a nuestros padres por no haber previsto los tremendos problemas de toda índole que hoy confrontamos. En aquel entonces el Río era capaz de absorber cualquier cantidad de aguas negras que pudiéramos imaginar, era diversión de los domingos el baño en el Río a todo lo largo del valle, y aun en la quebrada Santa Helena. Hoy las aguas al nivel del Hospital de San Vicente, carecen en absoluto de oxígeno, están saturadas de mugre y hacen imposible, ya no el baño, sino la vida animal. Los sitios que entonces constituían paseos del día entero como El Jordán, Las Estancias, El Edén, y el Raizal, son ahora parte de la gran ciudad, que apenas ayer no era concebible […].

Luego, en 1952, vendría la canalización de sus orillas, que se completaría con grandes bloques de concreto, aprisionándolo así como a las quebradas de Otrabanda.  Esta fue la segunda gran intervención al río, con un propósito, no dejar que el agua mordiera las orillas de los terrenos valorizados, dándole cierto aspecto de falsedad paisajística y de dominio por parte de la administración, al canalizarlo de esa manera y asimilarlo a las autopistas que lo bordean. Desde ahí el ciudadano comenzó a darle la espalda, así como a huir de las autopistas a lado y lado que lo desplazaron ante el paso raudo de los autos.

Cierto, los excesos de las industrias con sus desechos, en la Ciudad Industrial de Colombia, la ciudadanía y sus basuras personales y de consumo, bajo el ojo ciego de las diversas administraciones, saquearon, vilipendiaron, abusaron del río. Es mejor decirlo de una vez, nunca les importó cuidarlo, mimarlo. Era, es el tiempo del abuso del cemento. Todos pasamos de agache. De ahí que se taponaron las quebradas, y se perdió el contacto con sus charcos. Al rectificar el río no se permitía vivir esa cultura de la naturaleza, para la eterna primavera que parecíamos vivir, ya que las indeclinables urbanizaciones, la apertura de calles y el hacinamiento contaminaron y acabaron las quebradas. El río, incapaz de absorber tanto detritus que le arrojaron, colapsó ante nuestra indiferencia.

En la década de 1970 desde la Universidad Nacional hasta la Macarena, donde se centraba el paisaje citadino y sus orillas ya urbanizadas, para embellecerlo, se sembraron jardines simétricos que le daban cierto tono de frescura al río ya totalmente degradado y de un color café, síntesis de la podredumbre total, tratando de ser recobrado por las eras de flores precisamente en la Ciudad de las Flores, pero venenosas, ante la destrucción y el descuido de su hábitat.

Desde 1993 hasta 1998, cada año, en enero, se realizaron algunos festivales que utilizaron al río como pretexto. Vanos intentos de volverlo navegable, y en realidad la ciudadanía participaba con sus botes, barcos caseros, neumáticos improvisados como balsas, sin ancla, eso sí con mucho entusiasmo. La alegría pasajera con cierto ademán de rescatar el río no dejó de ser una tímida propuesta, una invitación para su funeral. Nadie quería volver a un río pestilente. Los últimos bañistas se habían esfumado desde hacía unos cincuenta años. Esa cultura, esa vivencia, donde se integraban personas y naturaleza colapsaría, había sido reducida al álbum de fotos familiares, ya que la ciudad renegaba de su pasado como un testamento heredado, quería ser innovadora, urbanizada a como diera lugar, quería ser una metrópoli de cemento y espejismo, es decir, borrando su origen, pareciéndose en cada administración a los planeadores de turno que nunca la vivieron. La poderosa e irresponsable EPM (aún no dan una respuesta sobre la extinción de la Laguna de Guarne), cada diciembre inaugura los alumbrados, con la fastuosidad del nuevo rico, para continuar y retar a las otras ciudades del país. Ellos dicen que es un regalo a la ciudad, lo que faltaba. Pero esa algarabía y bullaranga nace y muere cada año con decorados fastuosos que ocultan y maquillan el río pestilente. Desde aquí por la orilla del río iluminado y el estruendo de las fanfarrias, y la música guasca que define al paisa, miro el Edificio Inteligente con su diseño de vanguardia y cemento gris, donde se elaboran y establecen su dominio sobre los servicios públicos, y me pregunto, cuál será la razón para que nunca hayan establecido políticas serias para darle vida al río. Todo ese fasto es similar al que hacen las putillas con sus afeites y sus lociones de contrabando o las otras damas encopetadas con el falso Chanel 5 traído de China. Pura simulación. 

Ahora, en la pasada administración, se les ocurrió una idea que continúa ese juego de espejos sucios que persevera desde el año 1940 cuando se rectificó el cauce a esta arteria fluvial, construir Parques del Río, lo cual sería una buena propuesta si antes se hubiera recuperado el río mismo, pero ya sabemos que al paisa cazurro y ladino solo le interesa pensar entre comillas en el futuro de sus negocios como promesa y no en solucionar sus abusos porque le da temor de las excusas y de los pésimos manejos. Siempre vive en su eterno presente.

Parques del Río fue impuesto precisamente en el lugar donde reside el poder económico y político de la ciudad. De ahí la razón por la cual antes se destruyó la Plaza de Cisneros por una más adecuada a la burocracia, que es coherente en su alevosa representación. Así las sucesivas administraciones, (rojas, azules o verdes; de derecha, centro o de izquierda), quieren que sus orillas, ahí en La Alpujarra, se vean bien atractivas para la masa amorfa de turistas y los ostentosos y feroces burócratas que cada día madrugan a sus oficinas, sin sospechar, que nunca solucionan nada. La soberbia de su alcalde aquí alcanzó su clímax, ni que fueran los jardines de Versalles. Pero olvidaron lo más importante, mientras embellecen las orillas, la pomposidad de las propuestas vacuas hacia la ciudad se hilvanan con un pasado que ya ha definido al político antioqueño, no sabe qué hacer, como los mafiosos, con tanto dinero, pero sí son capaces de exhibir sus fantasías con obras públicas que ellos creen en su mente bucólica de perennidad que refundan la ciudad. No en vano en la composición de sus fotografías para publicitar Parques del Río, el color de sus aguas es de un azul de ficción.

La burocracia se recicla, pero es endeble en sus propuestas, las anuncia con muchos bombos, platillos y trompetas, y publicidad pagada a alto costo. Pero ya sabemos el antiguo juego de la disuasión, del alambicamiento, de los proyectos a largo plazo que los anuncia sin respeto, sin compromiso a una ciudadanía atemporal que es indiferente a ellas, por una razón de peso: no se cumplen. Como decía Keynes, a largo plazo todos estaremos muertos.
 
Existió una entidad desde 1992, el instituto Mi Río, más interesada en actividades complementarias como senderos, puentes peatonales, recolección de basuras en las quebradas de los barrios que en el río mismo, en su recuperación.

Ahora me refiero a una propuesta de mediados del 2015 acerca de la recuperación del río por parte de 17 entidades gubernamentales, como respuesta tardía y complementaria a Parques del Río. El espejismo de las grandes obras los llevó a olvidar que existía en su interior el río mismo, solo tenían en sus cerebros cemento, hierro y discursos (iba a decir babas costosas). Ahora rectificado ese olvido insolente, lo cual es muy común en el país, ellos prometen que van a arborizar sus orillas, que van a crear conciencia con Nuestro Río. Se asevera que se conformó una gran alianza para su recuperación en diez años. Lo cual percibimos que no ocurrirá. La burocracia es ostentosa, para mantenerse en el curubito se muerde la cola y se miente a sí misma. Ya sabemos ese cuento de taumaturgos que en foros y seminarios, ante la estólida ciudadanía, sacan sus ases mentirosos con soluciones explayadas, pero, por debajo de la mesa hacen pistola y se ríen de la bonhomía de los participantes. La improvisación y la mentira conforman su logo más a la mano.

En esta sátira de lo cotidiano nos acostumbramos a escuchar las palabras sin peso, solo titulares de un periódico de ayer, provenientes de planeadores y especialistas, -doctores sin ley-, que no sienten la ciudad. La preocupación por el medio ambiente en manos de la burocracia se convierte en discurso, en lo vacuo, en el aplazamiento, en los 45 grandes proyectos para recuperar el río, simples fantasías guardadas en las gavetas de la desolación por los soba chaquetas de la improvisación. Pero, a pesar de esos 45 proyectos ilusorios, cada día el río repta convertido en la cloaca pestilente que vemos, sin caer en cuenta que es el crimen ecológico más grande que ha tenido y padecido la ciudad.

Hace unos años cuando la conciencia ecológica se hizo necesaria, pero aquí se tomó como una moda más, se proyectaron plantas para el saneamiento del río. Y solo una de ellas fue realidad, la de San Fernando. Pero una sola planta era como un vano remedio. Eso sí se dijo a todo timbal que regresarían los peces. Eso fue hace unos treinta años. Ese augurio se cumplió en parte. Y algo es cierto, sí regresaron los peces, pero los peces gordos de las diversas administraciones con su astucia y con sus discursos, y su fatuidad, mientras el río languidece, sin vida biológica, muerto, atiborrado de desechos industriales, de heces, de animales muertos, de abortos, de basura, de cadáveres, de más inmundicia. Y lo peor, desde La Alpujarra nadie ve nada, sino que en su continuo festín, solo ellos ven el color azul del río en sus pósteres promocionales. Ah, tan innovadores.