sábado, 23 de enero de 2016

III Internacional Nadaísta.






III Internacional Nadaísta.      

Víctor Bustamante


Noche de puro nadaísmo en Otraparte. Manifiestos, dicterios, reclamos, poesía, sí, mucha poesía, sobre todo, poesía nadaísta en estos tiempos de la sociedad del entretenimiento donde solo basta el espectáculo más banal para pensar que la poesía es un decorado y no la manera más directa de sentir, de comunicarse, de abordar los delirios de la misma poesía, de la locura, y del suicidio, ante la desesperanza de un mundo más que gris, negro. Con esas palabras escritas, con estos manifiestos, se expresa, se dice la dura condición del hombre, pero también se realizan sus reclamos para no caer en el abismo de la abyección y la pasarela personal llena de los sombríos poemas escritos sin corazón, sin la pasión que merece el ser poeta.

Sí, noche de puro nadaísmo donde aún perduran y resuenan sus manifiestos, es decir toda su presencia. Y es que ellos fueron capaces de ser contemporáneos y aun los sentimos aquí, en el duro asfalto, en las calles desoladas, en las paredes grises de nuestros cuartos, en los parques donde algunos muchachos y muchachas leen su poesía o en las noches quebradas de esta ciudad, Medellín, que aún mantiene el pulso de la abyección más temeraria pero que también nos ha devuelto hoy la prístina poesía, la presencia de ellos en toda su carnadura. Y esa es la razón por la cual los amamos; su entereza, su capacidad de haber sido contemporáneos.

De no ser por ellos aún les estaríamos escribiendo a las montañas, o trovando, y a las mustias amantes que nos abandonan cada día, o a las mujeres muertas con olor a alhucema y a labial barato, y peor, escondidos tras el folklor con sus hebras de maíz. No, no, ellos, sí los nadaístas abrieron, tumbaron esas puertas, esos muros, de una poesía llena de pocas circunstancias.

Sexo, drogas alcohol, o lo uno o lo otro, de ahí no se tiene escapatoria. Manifiestos, crítica, y sobre todo, humor y amor para un país luctuoso, alucinado por la violencia, lleno de paraísos perdidos e inservibles en esta vida que huye como un potro salvaje no se sabe hacia dónde. No, los nadaístas establecieron la realidad escribiendo sobre la realidad, dándole a la ciudad, al país, la presencia que se merece, caminando sus calles, expresándolas, derrumbando los idolillos que campeaban impunemente desde el pasado, hasta conquistar con poesía los brazos de la mujer que los acababa de asaltar en sus soledades de humo, hierba sagrada y un poco del misticismo de eros.

Con el nadaísmos dejamos la minoría de edad, fuimos capaces de pensar por nosotros mismos, lejos de las elucubraciones de infiernos llenos de fuego y azufre.

Con el nadaísmo llegamos a la alegría de la poesía, descubrimos las ciudades. Y que la existencia y su fugacidad merece ser vivida hasta la última gota del alba. Con el nadaísmo conquistamos las noches, las vivimos, las padecimos, las deslumbramos con nuestros vinos negros.

Cómo olvidar esta noche los videos de Michael Smith redescubriendo la Voz el Nadaísmo, aquel programa de radio que ellos hicieron donde lanzaron toda clase de diatribas a una ciudad atiborrada de poesía muerta y de industriales sonrientes sobre los espasmos de las espaldas ajenas. Cómo no escuchar a Gonzaloarango con su voz serena para alertarnos de un país congelado en las turbias redes sangrientas del pasado, en los turbios negocios y en la fatua muerte presente como supremacía.


El nadaísmo es nuestra tradición, el camino de la poesía. El nadaísmo es nuestra más bella e intensa primavera. Y el más intenso y fragoroso verano, nunca temido por cierto, vivido hasta el desespero antes de la aniquilación de la noche, de las noches.







domingo, 17 de enero de 2016

Todos se van de Sergio Cabrera, ¿Una telenovela? / Víctor Bustamante


Todos se van de Sergio Cabrera, 

¿Una telenovela?

Víctor Bustamante


A Sergio Cabrera le cabe un valioso merito, haber dirigido una de las películas colombianas de mayor aceptación entre el público. Por qué no decirlo, La estrategia del caracol, es una gran película donde hay de todo: humor, escarnio, sobrevivencia, ingenio; en síntesis, buen cine. Donde se identificó el público que la vio por su temática y elaboración equilibrada. Es tan colombiana, tan sentida, que uno sale satisfecho de la película luego de disfrutarla, vivirla, saborearla, porque esas son las palabras que permiten recordarla. Además, como plus, se abría la posibilidad de seguir realizando un buen cine colombiano. 

Hoy 16 de noviembre, por pura casualidad, en casa de una amiga, supe que Sergio Cabrera había filmado Todos se van. Y, para empezar, una cintilla en el DVD añade que es Cine Colombiano. Viendo la película sabemos que hay aportes del Ministerio de Cultura y de otras empresas de acá, pero no, esta película no es colombiana, es una realización de un director del país. El tema, las preocupaciones, no tienen nada que ver con Colombia. Esta anotación la hago porque entiendo que hay escasos fondos, cuando no se quiere ayudar a algunos cineastas, para promover el fomento del cine nacional. O sea que esta película es una coproducción, según entiendo, donde hay tantos responsables que el director termina por realizar un film donde queda bien a todo el mundo, no como un guardia rojo sino como un guardia moral. Sobre todo porque no cuestiona, no indaga, sino que trascribe de un solo lado, ya que el tema es cruel. Algunos dirán que fue fiel a la novela. Y así olvida nada menos que la causa de quienes se fueron de la isla, aún está vivo en la memoria. Otra cosa es ver allí como Cabrera maxfactoriza su versión de los que se fueron, se van y se seguirán yendo, mientras la burocracia de un solo partido, sin prensa libre, y sin elecciones de la única dinastía familiar en América Latina mantenga la postración de la bella Cuba.

Pero bueno, antes de que nos digan que somos provincianos, antes de que nos digan que en otros países hacen coproducciones y que los directores pueden filmar en cualquier parte del mundo en ese caos creativo, y de marketing que se impone. O el coro griego que no tiene autocritica, afirme que se cometieron errores en ese caso; crueles por cierto, digamos que me sorprende que Cabrera filme una película cubana, porque lo es, teniendo en cuenta un tema tan álgido y de una vez sea incapaz de poner el dedo en la llaga, y de no decir lo que en realidad pasó porque el título del film, Todos se van, basado en la novela de la cauta Wendy Guerra, no entrega ni un asomo de lo que en verdad ocurrió. Nunca supimos en este film por qué se fueron los cubanos, o si lo sabemos de una manera superficial con los estereotipos necesarios para dar la impresión de que fue algo fugaz y no un malestar general ante ese agobio de la burocracia castrista para el pueblo de Cuba, que obligó a que unos ciento veinte mil cubanos se fueran, en ese momento, tratados como escoria.

La historia es sencilla. Una niña, Nieves Guerra, vive con su madre, pero la madre es separada y convive con un sueco algo disoluto. El maltrato moral y la mala fama endilgada a su mujer por parte de Manuel, su esposo, hacen tomar partido del espectador por esa mujer cuidadosa que vive su otro amor, ya que rehace su vida. Manuel es un escritor nunca crítico, más bohemio de estereotipo que otra cosa, y quien, con ayuda de funcionarios, se les entrega en cuerpo y alma. Y, en ese amancebamiento, entre un escritor frágil y funcionarios le permiten la custodia de Nieves, su hija. Pero Manuel prosigue en su eterna rumba, irresponsable, y con sus mujeres. Vive en una casa donde todo falta, con un cuarto secreto donde, ingenuo y perseverante, con su santería de plástico, mantiene una esfinge que representa a su mujer. La punza con agujas con tan mala suerte que esta nunca regresa a su lado, como si esa suerte de brujería diera un efecto contrario, y ella se apegara más al sueco bondadoso, siempre al margen, siempre sirviendo de espejo de lo que debe ser un hombre, más que todo un padre. Este personaje, Manuel, que pudo haberle dado grandeza a la película se disuelve en sí mismo como un istmo, y así se deja de lado el verdadero peso de la historia, al no darle el carácter de ser un disidente con todo el riesgo que ello implica en un país sin libertad de prensa.

Luego el drama se asocia más a Manuel, que al comienzo era una persona recataba para luego convertirse en un borracho, -esa es la versión de Wendy y Sergio de los disidentes-, y ya el espectador pierde el cariño que sentía hacia el escritor, ya que revela su verdadera personalidad: es mal padre, y lo más grave, se va de la isla. Nieves, su hija, es devuelta al hogar materno luego de los desmanes y abandono de su padre.  Poco a poco se plantea el estatus de Manuel como disidente sin aura al entrar a la fuerza en la embajada del Perú.  Y es aquí cuando el tono rosa de la película se trasgrede a un tono rosa pálido, blando e insignificante, digno de la frivolidad de una telenovela, porque se olvida que Manuel ya estaba siendo preparado para ser una persona de pésimo carácter, que agrava su situación. Lo de disidente, -allá les dirán gusanos-, nos sorprende después, ya que de él no sabemos si participó en alguna actividad clandestina,  como leer en una noche cerrada en una casa al escondido, junto a sus amigos escritores, poemas en contra del régimen, de la dictadura mejor, para luego quemarlos debido al miedo, ya que en público era impensable. O si dirigió una revista de escasos ejemplares, escrita a mano para mantener la llama viva de la poesía.
Wendy, nunca en guerra, sino algo frívola dice en una entrevista aparecida en el Miami Herald, durante el festival de cine, que en Cuba no quiere que se filmen películas donde se tocan ese tipo de heridas. Es un lenguaje taimado. ¿Herida?, puro maquillaje de una ligereza cruel. Debió haber dicho catástrofe social, y mal gobierno, porque quienes se fueron no lo hicieron por gusto sino presionados por quienes crearon el socialismo de la pobreza, porque si fueran disidentes serían llevados a la prisión del Castillo. Si eran homosexuales a los únicos campos de concentración de América Latina, UMAP. Y si querían huir de allá, como los balseritos, serían ejecutados.

Hay un libro de cuentos de Reinaldo Arenas, Termina el desfile, ese sí toca la brutalidad de ese estado de cosas, con el vigor que se merece, donde se narra desde adentro esa crisis social y plantea el tema de la embajada de Perú, donde se hacinaron diez mil cubanos. Y luego vendría no la herida, como añade la cándida escritora, sino el aniquilamiento social de esas personas que debieron huir a Miami. Fueron ciento veinte mil, que el mismo Arenas luego nos contará en otro de sus libros. Por eso la nueva generación de escritores, cubanos falsean la historia, y así ese tipo de películas coayuda a suavizar la imagen de un régimen que se cae a pedazos, que no sabe cómo el comunismo con tinte estalinista es el mayor fracaso de la reciente historia política en América Latina.


Por eso en esa dosis de liviandad, la chica que dibuja, Nieves, lleva a donde vaya un monigote que se presenta en la película, como su dulce compañía. Nunca un Ángel de la guarda sino un demonio, con la imagen del Che, el ex guerrillero heroico, a quien los hechos verdaderos resquebrajan su imagen. Es como si Nieves en otro contexto llevara en su desidia de adolescente un muñeco con el rostro de Hitler o de Rasputín.

En esa misma línea se dirige el español que filmó una película del Che, ese icono chic de las rebeliones, que igual sufre un menoscabo cuando se comienza a revelar su verdadero corazón negro y lleno de odio con sus opositores. Ordenó ejecuciones sin sumario y hay unos ciento cincuenta casos descritos en la red, sin contar los asesinatos de su propia mano.

Falsear la historia es fácil en el cine, ocultarla es mal síntoma. No sé si Cabrera, sin cabrearse, habrá leído a Reinaldo Arenas que fue el gran escritor que se educó y padeció durante la Revolución cubana, el disidente nato, que cuestionó desde adentro, y sufrió todo tipo de vejámenes, de humillaciones, incluso cuando estuvo encarcelado, así algunas escritoras como Wendy Guerra, con su novela escamoteen ese tipo de cosas que sucedieron y que el tiempo histórico parece y perece, histriónico, en ella y en Sergio Cabrera. Por esa razón recuerdo Termina el desfile de Arenas. Hay allí un relato sobre el asalto a de la embajada del Perú, inesperado por la turba insatisfecha, lejos de los discursos del Caballo y de la masa pasiva de los noticiarios. Luego, en varios de sus libros, contará lo que padece un escritor disidente de verdad que toca puntos álgidos, no un caprichoso como Manuel, sino un valiente como Reinaldo Arenas.

Todos se van parece una telenovela de un tonillo rosa pálido que tiene como trasfondo un momento histórico sin precedente: la catástrofe de refugiados que huyeron, como fuera de la isla, convertida no en el territorio libre de América sino en prisión y síntesis de la utopía cubana, que oculta una realidad exasperante por lo cruel, pero que aquí, en la película, se centra más en una historia de amor.

Esa reelaboración histórica o mejor falsificación histórica da sus frutos. Padura en la Feria del libro de Guadalajara, en una entrevista, no quiso hablar de política. Ya sabemos lo que le espera en la isla si critica. En las últimas películas sobre el Che lo evidencian mostrándolo como un poeta o como un luchador por la causa social, dejando de lado su estalinismo y crueldad. Algunos intelectuales alienados y alineados con los Castro se silencian, son genuflexos con esa dictadura, con tentáculos en todo el mundo, inaugurando la nueva clase de intelectuales cubanos adictos al régimen que así, cómplices y silenciados, los deja salir y entrar, mientras las cárceles están llenas de disidentes.

Así la historia de ese país pasó a ser tergiversada por las nuevas generaciones de escritores. Aún recuerdo el silencio a que fue sometido el gran Lezama Lima. La traición de sus mismos compañeros de ruta a Carlos Franqui. El olvido total a Virgilio Piñera. El exilio de Heberto Padilla. La humillación a Reinaldo Arenas. El valor, el temple, la honestidad intelectual de Cabrera Infante. Y una pregunta, además, ¿Por qué se fueron de la isla, Norberto Fuentes, Raúl Rivero y Zoé Valdés? Es decir, todos ellos, la literatura valiosa de Cuba.

En esta suerte de apología al régimen, en Todos se van, espero que Wendy Guerra salga de su urna de cristal y Sergio Cabrera, antes de su desplome, ponga los pies en la tierra, pero no en la isla, sino en su cine, y lea a algunos de los escritores que lucharon por la democracia y la libertad en Cuba y fueron apresados o debieron marcharse.

.Como colofón podría decir que también Antonioni fracasó al filmar en Estados Unidos, Zabriskie Point, sobre un tema que él nunca fue capaz de captar en su esencia.








lunes, 11 de enero de 2016

La voz del nadaísmo III Internacional Nadaísta


En la noche del 18 enero, en todas partes, se llama en voz alta y se escucha al profeta capricorniano, poeta Gonzalo Arango. Revista Innombrable, Non Colectivo y Corporación Otraparte lo invitan a una velada de invocación, a 40 años de su muerte. 

Nos acompañaran poetas de trayectoria en la ciudad y cercanos al movimiento como Víctor Bustamante, Víctor Raúl Jaramillo, Fernando Cuartas y Juan Fernando Uribe.

Además de contar con la participación de la excelente banda de Steven Anderson y la banda clásica.

Hoy más que nunca el nadaísmo no ha muerto y vive en los jóvenes, late en esta ciudad de calles sombrías. Hoy más que nunca la poesía y el arte deben ser resistencia y explosión, temblor y tormenta, contra la estupidez y los discursos del poder.

¡Ven a celebrar con nosotros!

miércoles, 6 de enero de 2016

Familia de Jairo Osorio / Víctor Bustamante

..

Familia

De

Jairo Osorio

Víctor Bustamante

“Todas las familias felices son más o menos distintas; todas las familias desgraciadas son más o menos iguales”. Estas palabras, escritas por Tolstoi al comienzo de Ana Karenina, impresionaron tanto a Nabokov que las retomaría en Ada o el ardor cuando decide escribir sobre otra de sus lolitas más refinadas. De tal manera establece su árbol genealógico con una prolijidad despiadada que hace perder la frescura, el desenfado y la poesía que había logrado en Lolita.

Por esa razón, cuando terminé de leer, Familia de Jairo Osorio, de inmediato las recordé. Si me adhiriera a estas palabras del escritor ruso, especulativas, de todas maneras, la familia Osorio podría situarla en la primera, en algunos casos, cuando la fortuna y el buen viento soplaba por sus linderos y en sus familiares más avezados no existían malos presagios ni la amargura del vacío de esas soledades que desalojan la falta de triunfo en su trasiego. Por el contrario, uno de ellos, Alfredo Gómez, fue un príncipe, a su manera, un príncipe oscuro, para luego caer en desgracia, traicionado por sus adláteres. Pero también está la otra cara de la moneda, el rostro oscuro de la desgracia, reflejado en la vida disoluta de su hermano Darío. Igualmente permanece el tesón de su padre, jugador empedernido, que triunfó con su constancia en una tierra de nadie, al llegar a Medellín.

Familia son muchas historias que se entrelazan, muchos personajes que van y vienen; sobre todo sus progenitores, su círculo familiar. Desde el inicio hay una huella memorable e inmoral de Caramanta. De Caramanta solo sabíamos el peso de su Normal, o sea poco. En el origen, su pueblo, sitúa su relato, indaga sobre esa historia perdida, así como los gonfalones que dan presencia a sus apellidos, para centrarse, luego, en la fundación mítica del pueblo y como se consolidan poco a poco las diversas familias, así como los extranjeros, que le otorgan ese matiz de exuberancia. Es notorio ese deseo de situar un pueblo con sus circunstancias más espectrales y perennes. En esta parte, el comienzo, hay más historia. Osorio la rescata con la meticulosidad de una reconstrucción para no dejar esa historia, que de no realizarla se perdería. Pero si el autor quiere relatar el pasado de su pueblo y así mismo el momento de su infancia, también está la desmesura de la propia narración al querer abarcar en ese universo, su propia experiencia, ya en Medellín, donde se abren sus vivencias, que complementan su descubrimiento de la ciudad, como si necesitara contarlo todo de una vez.   

Afirmo lo anterior porque hay muchas aristas que dejan al lector en la incertidumbre, muchos cabos sueltos de la reciente historia de Medellín; ese Medellín secreto del cual se habla y se habla pero que Jairo ha conectado en la parte subterránea, lo que fue vox populi aquí se revela en la definición más abyecta: el contubernio entre los políticos, la mafia, con un solo ideal: el dinero. Nada menos que Osorio regresa al mundo que le fascina a muchos escritores de la ciudad, y del país, y que nunca fueron capaces de captar, porque se deslizaron hacia lo más a la mano el sicariato y sus muertes. Osorio devela este momento siniestro con sus éxitos y sus traiciones y el master de faltonería, al cual ha dedicado sus mejores páginas en este libro por las conexiones que aparecen. No en vano un personaje como Alfredo Gómez muy mencionado entre el ámbito de quienes admiran a los mafiosos lo consideraban con respeto, una suerte de Padrino a lo paisa, negociante a morir, traficante a morir. Una de las respuestas que da el libro es acerca del contrabando que entraba por Turbo. Recuerdo lo de los camiones cargados con Marlboro que inundaron la cuidad, pero que nadie vio, a pesar de pasar por los diversos retenes y puestos de control. Así es Medellín. Innovadora siempre. Mafiosa toda la vida. De ahí que, en este sentido, Familia cuestione el statu quo de donde no se escapa la prensa, sobre todo los periódicos que ingenuos, en apariencia, ocultaron la verdad de los hechos narrados.

Familia comienza con un flash back que ha golpeado a su autor: la muerte de su padre, ese padre que aparecerá durante toda la novela. A veces se olvida pero luego reaparece para contarnos su valor, su tesón, su capacidad de imponerse a la adversidad de su vida en Caramanta hasta llegar a Medellín y levantarse de la mano de don Gabriel Mejía, el dueño de Café Don Quijote, la empresa, que le ha ayudado, pero paradójicamente, más tarde, Darío, su hermano díscolo, es asesinado por el administrador del café Don Quijote ahí en Boyacá con Bolívar, aparejando la vida y las circunstancias en dos eventos trascendentales para el autor. El azar y la muerte llegan de la mano. De ahí, de la lectura, la admiración por el padre que nos deja perplejos, su adaptación en Medellín, su carrera como dueño de bares, desde el Buen tinto, el Industrial, el Bola Bola, hasta el definitivo San Cristóbal. Hago referencia a los bares, porque esa memoria se ha ido perdiendo de una manera letal.

La saga de la familia Osorio, con sus nombres, me recuerda un álbum familiar. Es más, el autor menciona algunas fotografías, casi desvaídas, desde comienzos del siglo antepasado; esas fotografías familiares que al paso del tiempo, no solo pierden su brillo en el papel, sino que desde ese momento hablan a quien las mira, su familia, pero con el transcurso de los años esos personajes caen al territorio de la anonimidad cuando hayan muerto y las otras generaciones no los reconozcan. No solo la fotografía le sirve a Jairo para auscultar a su familia, sino, lo más eficaz, el poder de invocación de sus recuerdos, de sus indagaciones. Padres, hermanos, tíos, primos y primas, con un mismo árbol genealógico se dividen, y su autor pregunta, persevera por sus oficios, por sus lugares, sobre todo por su destino el cual se conjura con la muerte, como un tema que subyace a través de sus páginas.

Los capítulos, las páginas, correspondientes a Guayaquil, aunque este lugar siempre estará presente en el libro, son sentidos, poseen el color local de quien lo ha vivido. Allí apreciamos el estremecimiento de esas vidas en ese lugar que no ha sido narrado en la ciudad como se merece. Creo que Jairo tiene capacidad de realizarlo, y se ha acercado; lo cuenta desde adentro. No en vano vivió experiencias que debería retomar con más prolijidad. Hay una apreciación de él que es justa y recobra ese sitio que fue calcinado y calumniado por las malas leyendas de quienes se asomaron allí y salieron corriendo, Guayaquil no era solo un lugar de maleantes, de violencias y vilezas, no, Jairo lo demuestra en su narración. El trabajo era la norma de esos ciudadanos que madrugaban y trasnochaban allá y también vivían así, al borde del abismo, como aquellas mujeres sencillas, llenas de vida,  y aquellos tipos desolados que debían supervivir diariamente.

Hay tantos temas, que van y vuelven, la familia, la muerte, -sobre todo la muerte con sus fechas precisas-, el fracaso, el éxito, la mafia con sus similares, los políticos de baja estofa. El narrador queda oculto entre ese montón de temas que se entrecruzan que van y vuelven, que se reinician, cuando un recuerdo lo conmueve. Entonces no queda más que juntar esos cabos sueltos, a veces narrados de una manera puntillosa; otras, pasando de largo o blasfemando a la manera de su amado Fernando Vallejo. Creo que en esta persistencia e intento de hablar de todo, es lo que hace que la novela, a veces, se disuelva en ella misma porque su autor quiere contar todo, todo lo que vive y que él ha visto; la premura lo obsede. Pero él olvida hablarnos de él, olvida moralista, peor que Morelli, no nos habla más de su experiencia sino de lo que podríamos llamar la vida de los otros. Así guarda silencio, el golpeado yo queda de lado, a lo mejor nunca lo auscultaremos. Y, ¿por qué lo digo? Queda un gran enigma: la amante M, la única persona que cuenta para él, luego que él ha hablado de toda su familia, de sus amigos cercanos. A ella le dedica un capítulo afanado, de rápidas menciones, de una urgencia; su urgencia por mencionarla, como si ella, y esa historia de amor oculto durante treinta y seis años no mereciera una escritura más detallada, pero él tenía que recordarla, hacerla presente aquí; homenajearla en su ocultamiento.

Sí, a ella la sitúa, y se divierte con su paso ambulatorio de voyeur, relatando las folladas felices en los diversos moteles de la cuidad, en los lugares inhóspitos por los cuales el autor pasa rápido. Claro que, en el edificio azul, el primero construido por la mafia, si se detiene a contar su perseverancia erótica y su mansedumbre detrás de esa dama, que era la esposa de uno del M-19; aquel fallido partido de izquierda que pactó con la mafia, cuyos dirigentes terminaron en el poder, igualados con los partidos que tanto criticaron.

Algo es cierto, el narrador no dice casi nada sobre su vida, o sí, pocas cosas: Nació en Caramanta, estudió en la Porfirio Barba Jacob de Campo Valdés, trabajó con su padre en los cafés. Las putas cuando estudiaba ya en la universidad lo recordaban con ese nombre que le gustó: Don Jairo. Cuando le pide trabajo su tío Alfredo se lo niega. También sabemos que dese su infancia mostraba su afán de soberbia, por eso le decían Calígula; así su amiga que lo rebautizó así no se equivocaría con ese presagio. De otro lado nos cuenta que el tío lo va pelar y él se esconde por los lados de la iglesia del Calvario. Lo golpea duro de la muerte del padre y la madre, pero sobre todo, narra hacia afuera, cuenta lo de los demás y no se adentra en otros aspectos. O sí, que era un niño de cuatro y otras de ocho añitos. Pero no es problema, cada uno cuenta lo que quiere contar y de la manera que desee. La observación la hago porque es un texto autográfico.

Luego el autor nos sorprende: le ha escrito apreciaciones sentimentales a María Dolores Pradera; aquella de, “devuélveme el rosario de mi madre”. Prosigue con las sempiternas canciones de las serenatas, lo conmueven, así como otro tema, El guayabo de la Y, lo enternece. De él no nos cuenta, no sé la razón, por qué estuvo en Ancón, sus mismas fotos lo enseñan, dando la impresión de que fue allí a pasear y no a participar de esa rebelión juvenil. Aquí Osorio olvidó la buena música pero sí nos revela su inesperado carácter romántico.

Víctima de su propio rol como editor, muy arrogante, ni que fuera Gallimard, Osorio ha decidido pensar que un novelista tiene un límite en paginaje de un libro, debe recapacitar ya que el escritor no escribe de esa manera. De ahí que, víctima de su propia autocensura, haya esbozado muchas historias, muchos caminos posibles en un solo texto. Sabemos que poco a poco los deslindará en libros autónomos y así sus historias tendrán respuestas más profundas.

Pero al final Osorio, a quien nadie le ha preguntado,  afirma, sin ruborizarse, que la mejor novela escrita en Medellín es Casablanca la bella, de aquel último Vallejo que ya no disfruta la escritura, que ya ha perdido el vigor de las tres primeras novelas. ¿Es la mejor?, je, je, je. Ahí, en ese instante, cuando lo afirma tajante, sabemos que Osorio no lee escritores antioqueños, solo los de galardones impuestos por editoriales, y a su cofrade Vallejo, el rebelde de sacristía con pulpito propio, que ávido de santidad, aun pelea con los curas, ama los perros, y le encanta los escándalos cuando no tiene tema. Y así, Osorio, le realiza su homenaje, —iba a decir genuflexión—, al ingenuo Vallejo de los sermones.

Familia, no es amoral, como señala el subtítulo, pero si es verdadera y grande porque es atrevida y precede a los límites más oscuros de la presencia de la mafia, en esa ciudad de emblemas, o sea de engaños, desde La Tacita de Plata, a la Más Innovadora. Aquí subyace ese sustrato del ser paisa, donde cohabitan la degradación por encima de los ideales, y la catástrofe continua. La novela conserva un sentido subterráneo e inalterable de la lucidez humana, sus sueños, sus dicterios, sus afectos y sus valores, aunque al final, de cada una de esas vidas, persiste la muerte, a veces, lejos de la concordia. Sus personajes, ávidos de sueños y riqueza, sucumben a la traición, al desorden del decoro, y a sí mismos. Y, en esta redefinición de valores, los vemos en una caída lisa y perfecta, como un destello negro y sucio, pero febril, dentro de esa ciudad, Medellín, donde una familia trasiega, lucha con un altísimo significado, extremo e irreductible de la vida, en esa selva sangrienta donde el auri sacra fames es lo único que interesa como ambivalente código de lealtad.

Familia de Jairo Osorio se lee con fruición, es apasionante. En ella emergen personajes apasionados, frágiles, soñadores; otros, a veces, inasequibles, siniestros en toda su carnadura con su condición humana llena de oscuridad y falsedad. Por eso los sucesos los cuenta -con enorme lealtad- un narrador consentido como siempre, contundente cuando quiere, para evidenciar con soltura ese tránsito desde Caramanta hasta Medellín. Donde la familia, peregrina de una manera, prístina de otra, violenta e indefensa en otro sentido, expresa un momento de nuestra historia reciente; sucio a veces, de esa ciudad contradictoria, dulce y perenne, Medellín.