jueves, 28 de agosto de 2014

Iván Upegui / La Noche Antigua

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La noche antigua

de

Iván Upegui


Víctor Bustamante

Medellín poseía algunos eslóganes: “La tacita de plata”, copiado de algunas capitales latinoamericanas, “La ciudad de la eterna primavera”. Luego “La capital industrial de Colombia”, “Medellín la ciudad de las flores”, y mucho más tarde, en estos tiempos de la coca nostra, “La capital mundial del narcotráfico”, “La capital mundial del crimen”. Estos últimos se trataron de contrarrestar con otros eslóganes y así mismo apareció como un ave fénix el intento de internacionalizar la ciudad, de un lado acabar con esa leyenda negra debido al narcotráfico y a la violencia interior y así mismo proyectarla con una imagen diferente y el barniz de la codicia: “La más educada”.
Por supuesto que son frases publicitarias, es decir, una manera de intentar resumir en pocas palabras la complejidad de una ciudad. Pero si estos eslóganes dicen más de una mentalidad determinada, que quiere proyectar una imagen falsa de la ciudad, de un hecho de cosas, si leemos una novela como La noche antigua de Iván Darío Upegui, recordamos que estas frases amables de un lado, llenas de deseos de aparentar algo diferente llevan a una definición de simular lo que no existe en la realidad:  lo difícil que es vivir el día a día en una ciudad, donde las frustraciones se mantienen a flote, y estas terminan siendo uno de los rostros sucios de la falta de humanidad en ese ámbito donde las relaciones se cosifican,  donde la apariencia de ascenso de la vida al interior de una empresa y el trauma creado a las personas al filo de ser despedidas, ya que solo poseen diez años de vida útil y, no solo eso, en ese microcosmos, la vida ordinaria es vigilada desde cada lado. De ahí surge un personaje, el principal, como Martín Blandón que, lleno de miedos, es sacado de su empresa, luego entrega hojas de vida, le hacen entrevistas inútiles,  para algo sencillo, una vida digna, donde el entrevistador posee ese poder de desprecio hacia cada persona que acude en busca de un empleo. Esa es la competitividad, ese es el rostro de esa complejidad de las pequeñas elites. Ese es el rostro cotidiano que persevera alrededor del mundo interior de las oficinas de trabajo: sálvese quien pueda.
A ese ambiente le huye Blandón, luego de ser desechado por la empresa a la cual le sirvió. Indeciso y con el hálito del fracaso, se recluye en su yo, en su monólogo, y decide replegarse a ese otro mundo de la ciudad, esa marginalidad donde mal viven tantos seres anónimos, jubilados, rechazados, con unas vidas en apariencia extravagantes pero que son vidas que se queman de una manera feroz. Es fácil detectarlos en los parques, en el Pasaje Sucre, donde han construido su hábitat diurno. La noche trae otras sorpresas en esa clase de marginalidad, es otro nivel.
Recluido en una de las torres del Chagualo, y abandonado a esa suerte de la marginalidad, a Blandón solo le queda esa peregrinación por el amplio mapa de los pasos perdidos el Centro. Ya su realidad es otra, y en esa otra mirada vuelve sus ojos a ciertos aspectos de la vida cotidiana: su reminiscencia a los años de universidad y una presencia que huye: la muerte del profesor Juan José Rojo. Luego en este periplo aparecen a gravitar a su alrededor la presencia de vidas, como las del pintor Ignacio Ramírez, perdida en los recovecos de la ciudad y de su interiorización. Otra de ellas el trasegar del Profeta, una suerte de filósofo callejero. Cada uno de estos tiene una nota concordante que lo acercan a Martín Blandón: el fracaso. Pero, ¿de qué manera? Es un fracaso aceptado, existencial. Ninguno de ellos parece haber triunfado en su vida, salvo el profesor, pero este ha sido aniquilado por la muerte. Eso sí sus vidas han sido una presencia, una manera de decirnos que El pintor y el Profeta, tiene algo que decir, en esa vida al borde del abismo o mejor decirle de una vez en esas idas vividas y apagadas por ellos mismos. Cierto, quemadas por ellos mismos sin ningún atisbo de pena.
De ahí que ese miedo perdura en la existencia de Blandón al mirarse en ese espejo de Ignacio Ramírez y del Profeta. El primero un pintor perdido en las calles y en la indiferencia, y el Profeta armado de valor para conminarnos a su desintegración personal. Entre estas tres personas con sus monólogos define la existencia Blandón y sus dudas constantes, poco a poco será uno de ellos.
Al margen, siempre al margen, dominando la escena con su vigilancia pasiva Albarracín, el prestamista, junto aquellos que viven una vida al margen alrededor de burdeles, cantinas que es el substrato de un inframundo en el cual el autor borra de una manotazo los eslóganes alegres y de mentira de la ciudad. De ahí que Medellín es más compleja que ese acomodo en frases bonitas de quienes pretenden decir dos o tres aspectos sobre la ciudad. La última toda una perla: “La ciudad más innovadora”: los administradores públicos mas cercanos a la farándula que a la solución de la marginalidad.
Martín es lo que podríamos decir una persona que desciende en lo personal, que pierde a su madre y a Luisa con sus conflictos, pero así mismo huye de una sociedad que lo ha definido como una suerte de desechable, en otros términos, y él decide irse para el mar. Debería haber escrito huir.
La noche antigua es la parábola del rechazado. A Martín el mar lo abraza, allí puede encontrar una cercanía al paisaje. Además la guillotina del agua, alrededor de su cuello, lo ayudará sobrevivir. A pesar de ser desalojado del circuito comercial no siente ningún rencor. A veces el lector presiente que se va a convertir en una suerte de vagabundo, pero acepta abandonarse así mismo al quedarse desnudo sin nada y entrarse el mar, parábola del regreso al amnio universal. Con el agua hasta el cuello, no como metáfora, Martín presiente que aún le queda, a lo mejor como espejismo, el principio de esperanza.

Equilibrado en su escritura y en abordar estos personajes sin éxito ni apellidos que le den lustre. Iván Upegui nos recuerda que la ciudad, Medellín, posee otras esferas. En este caso, el Centro y sus habitués, a quienes no espera ninguna redención y están abandonados a su suerte.  





1 comentario:

Guillermo Sánchez dijo...

Con el agua hasta el cuello, no como metáfora, Martín presiente que aún le queda, a lo mejor como espejismo, el principio de esperanza.
Con amigos así...